sábado, 16 de julio de 2011

Borges y el Nobel

El premio Nobel es el más connotado galardón de los que reconocen a los grandes creadores literarios de la humanidad. Pero dista mucho de ser un premio exento de dudas y polémica. No sólo ahora sino siempre. Se realizó por primera vez en 1901 y nació en medio de una gran perplejidad pues se concedió a Sully Prudhomme, un poeta menor francés que competía con León Tolstoi, uno de los grandes escritores del mundo y el primero de Rusia en el momento. Tolstoi era el favorito, y todos, críticos y aficionados, esperaban su reconocimiento por un premio que se insinuaba como el más importante y justo del planeta. La protesta fue unánime: 42 escritores suecos firmaron un documento de desagravio a Tolstoi y la Academia se vio obligada a una explicación: el gran novelista se había alejado de la literatura y convertido en un predicador místico cristiano rayano en la anarquía. Por eso no se le otorgaba el premio. Fue la primera y única vez hasta hoy en que la Academia se justificó pero también la primera –augurio no muy alentador- en que decidía por motivos externos, sutilmente políticos: la Iglesia Ortodoxa Rusa enfrentaba a Tolstoi porque éste exaltaba un cristianismo de libre conciencia ajeno a la mediación de los sacerdotes quienes a menudo, decía, tergiversan las enseñanzas de Jesús. En ese mismo año el gran novelista fue excomulgado. A pesar de su valor, la Academia Sueca no resarció a Tolstoi, fallecido en 1910. En el lapso de esos nueve años fueron ungidos con el Nobel ilustres desconocidos: Bjornstjerne Bjornson, José de Echegaray (un ingeniero de caminos español) y Fréderic Mistral, Rudolf Christoph Eucken, Paul von Heyse.

No resulta sencillo otorgar un premio de alta investidura pero en un firmamento de estrellas no puede admitirse la ignorancia de las dotadas de mayor brillo. Por eso se ha reprochado a la Academia Sueca de las Letras el haberse fundamentado en razones no estrictamente literarias. Con frecuencia éstas se han suplantado por sociales y políticas, entrevistas como un gran riesgo a partir del primer Nobel en 1901. Zola, Proust, Kafka, Joyce, Zweig, el estupendo Vladimir Nabokov, por citar apenas algunos, han quedado subrogados por nombres definitivamente menores. Por supuesto, ha habido aciertos indiscutibles pero cuando la premiación no es uniforme porque se basa en simpatías extraliterarias la duda y el descontento son inevitables.

En los 80 y tantos años siguientes a la primera premiación un caso parecido ocurrió con Jorge Luis Borges, el más grande escritor en lengua española del siglo XX. En 1955, año en que quedó ciego, Borges ya había realizado su obra fundamental la cual, como se sabe, no sólo es de altísimo nivel estético sino una de las primeras en el desarrollo del pensamiento humano. Durante treinta años su nombre fue propuesto para el Nobel, con el desaire de la Academia. A uno de sus miembros, un tal Arthur Lundksvit, se le atribuye el continuo rechazo, un académico izquierdista y mediocre que hacia lobby contra Borges repitiendo una opinión intrigante de V. S. Naipaul cuando visitó al gran escritor en Buenos Aires en 1972: la de que a Borges lo asistía una “falsa e hinchada fama” debida a una pocas, cortas y misteriosas historias que se olvidarían tan pronto decayera dicha fama. En el fondo Lundskvit no era sino el instrumento de una corporación que le cobraba a Borges sus opiniones políticas, expresadas siempre con franqueza y contrarias a los absolutismos de la izquierda internacional.

Borges, el gran Borges, el maestro que sólo con la nobleza de su lenguaje ha hecho disfrutar a generaciones enteras de todos los rincones del mundo nunca se amilanó por eso. Poco antes de morir, ante una pregunta ya ritual acerca del recibimiento del Nobel, dijo: “He contraído el hábito anual de esperar y no alcanzar el premio Nobel. Sería una lástima quebrar esa ya larga tradición, que es uno de los pocos solaces que me quedan en la vejez”.

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