viernes, 24 de marzo de 2017

La conducta cristiana


            Cuando recibimos a Cristo de corazón, es decir, de manera sincera y profunda, cambiamos totalmente. Tal como se afirma en 2 Corintios 5:17: “De modo que, si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”. Ya no somos del mundo. Nacemos para Cristo. Luego, morimos para el mundo y nacemos para Cristo. Una vida nueva. En este sentido podemos afirmar que no hay medias tintas. Con Cristo somos plenamente. Por lo tanto, como se suele decir, no podemos ser tibios: ni fríos ni calientes. Plenamente con Cristo.
Sin embargo, ello supone equilibrio. Estar en Cristo implica sobre todo estar en el amor. Como lo ilustra Efesios 4: 2: “Sean siempre humildes y amables. Sean pacientes unos con otros y tolérense las faltas por amor” (Biblia Nueva Traducción Viviente). Desglosando el versículo, se trata de relacionarnos con nuestros semejantes con humildad, amabilidad, paciencia, tolerancia, fundamentado todo ello en el amor.
El hacer la oración de fe con sinceridad de corazón es un primer paso. Se inicia luego un proceso que confronta dos polos esenciales del ser humano: el espíritu y la carne. El espíritu implica la relación con Dios que todos tenemos en mayor o menor grado. La carne implica al cuerpo y está asociada al alma, la cual está compuesta de los sentimientos, las emociones y la voluntad. En la medida en que el ser humano dé lugar a la carne el alma estará dominada por las motivaciones del mundo y se alejará de Dios. En la medida en que nos consagremos en oración, súplica, clamor, alabanza, ayuno, rectitud, vigilia, etc. nuestro espíritu crecerá, nos liberaremos del mundo y será estrecha nuestra relación con el Señor. Una pregunta tal vez nos aborde: ¿cómo podemos lograr esto último? Muy sencillo: proponiéndonoslo. Es decir, activando nuestra voluntad para sujetar la carne y perseverar en ello. Y perseveraremos fortaleciendo nuestro espíritu con oración. “Orad y velad”, exhortó nuestro Señor. “Orad sin cesar”, aconsejó Pablo. Es decir, orar y vigilar. Orar y dirigir nuestra conducta, orar y actuar intachablemente. No hay duda de que en la medida en que oremos nuestra espiritualidad crecerá y seremos nuevas personas. Al recibir a Jesús de corazón somos salvos.
Ha habido en el mundo cristiano un debate acerca de si la salvación se pierde o no. La salvación no se pierde si nos esforzamos por mantenerla. Si recibimos al Señor y somos tibios, la consecuencia es una vuelta al mundo, la pérdida de la salvación. Si nuestra aceptación de Jesús como Señor y Salvador ha sido verdadera, anhelante hasta el final de nuestra vida física, seremos salvos. ¿Por qué vigilar? Porque como cristianos, Satanás trabajará para tentarnos. Aprovechará cualquier resquicio con astucia y tozudez. Nunca debe ser subestimado, pero no temido porque Jesús lo venció en la cruz y legó esta victoria a quienes lo reciben. Pero el vigilar también se relaciona con nuestra personalidad, con nuestra carne, pues podemos realizar actos contrarios a la voluntad de Dios.
Vienen a mi mente dos anécdotas: Haciendo una cola para comprar pan acompañado de un hermano en Cristo, en momentos difíciles para Venezuela, estaba delante de nosotros una pareja, marido y mujer; mi hermano –un ex pastor-, comenzó a hablarles de Jesús. El hombre reaccionó y dijo: yo no creo en los cristianos pues tengo una vecina que se dice cristiana y tiene un comportamiento que deja que desear. En otra ocasión hablaba yo con una secretaria de la asociación de profesores de la Universidad de Los Andes en Trujillo y, en el curso de la conversación, le hice saber que yo era cristiano evangélico. La secretaria, antigua conocida mía, al respecto me dijo: me quedo con mi iglesia católica; tengo unos vecinos auto-llamados cristianos que no actúan como buenos vecinos. ¿Por qué?, le pregunté. Porque abusan de mi propiedad. Vivo en Sabana de Mendoza (una población de Trujillo) en una pequeña urbanización, y sin mi autorización estacionan uno de sus carros en el lugar que me corresponde en el terreno de mi casa, y, a pesar de que les he reclamado, lo siguen haciendo y aun se molestan sin que les asista razón.
            Esto, por supuesto, no es propio de hermanos convertidos, y no sólo los desacredita a ellos sino también al Cuerpo de Cristo. De allí que debemos ser muy cuidadosos porque la gente espera de nosotros una conducta lo más correcta posible. Al recibir a Cristo como Señor y Salvador nos apartamos del mundo, aunque sigamos viviendo en él, y hemos de procurar ser irreprensibles. Y ello lo logramos a través de una vida de oración que nos sitúa en comunión con Dios. Como Pablo lo señala, al convertirnos a Cristo somos embajadores de Él y nuestra conducta en todos los sentidos debe revelarlo.


           


domingo, 5 de marzo de 2017


Ejercitemos las señales del Señor


          En el evangelio de San Marcos, capítulo 16, versículos 16 al 18, Jesús nos dice:
          “Y estas señales seguirán a los que creen: En mi nombre echarán fuera demonios; hablarán nuevas lenguas; tomarán en las manos serpientes, y si bebieren cosa mortífera no les hará daño; sobre los enfermos pondrán sus manos y sanarán”. 

         ¿Qué es una señal? El Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) dice que señal es un “Rasgo o nota que se pone o hay en las cosas para darlas a conocer y distinguirlas de otras”.

         Con la definición anterior entendemos lo que significó el Señor cuando pronunció las palabras citadas: todos los que en Él creen se distinguirán por un rasgo: podrán echar fuera demonios, sanar enfermos al poner sobre ellos sus manos, etc. Es una señal poderosa que exige una condición: realizarla en su nombre. Y es una señal fundada en una promesa, expresión de la voluntad de la Deidad.

         Para que dichas señales se realicen es imprescindible una vida de consagración al Señor, lo cual supone la posesión de una buena medida de fe. Todos sabemos que nacemos con una medida de fe, unos más que otros. Pero podemos llevarla a un alto nivel si dedicamos buena parte de nuestro tiempo a Dios. ¿Cómo? Orando, especialmente, y ayunando en la medida de lo posible, congregándonos en la iglesia o en las casas, evangelizando, sirviendo de diversas maneras. En resumen: llevando una vida de obediencia al Señor, irreprensible.

         El Señor, si obramos con fe, nos respalda. De allí que, si las circunstancias de la vida nos lo exigen, no debemos dudar. Sin embargo, cuando se trata de echar fuera demonios, las experiencias recomiendan hacerlo en grupo mínimo de dos. Pero si esto no fuera posible, en mi opinión, es suficiente la disposición individual, ejercida con autoridad y denuedo. Porque con fe el poder del Señor se manifiesta y nos sustenta.

           En relación con el acápite “…tomarán en las manos serpientes, y si bebieren cosa mortífera nos les hará daño” es necesario tener muy en cuenta que estas circunstancias han de ser producto del transcurrir de la vida, nunca situaciones provocadas que pueden acarrear graves consecuencias. Por ejemplo, nadie debe meterse deliberadamente en un lugar de peligro para demostrar la promesa del Señor. Porque esto es como desafiar o poner en duda su palabra.

En los Estados Unidos, en el estado de Kentucky, en febrero de 2014, un pastor llamado Jamie Coots murió a consecuencia de la mordida de una serpiente cascabel que manipulaba. Ante su feligresía solía hacer esta clase de demostraciones. El 15 de febrero de ese año, según informó Noticia Cristiana.com, mordido por el animal que sostenía en sus manos, se negó a recibir asistencia médica. Este hermano fue víctima de su temeridad. Nada lo justificaba y me parece que se movía por fanatismo o por muy errónea interpretación del texto bíblico. No, las señales del Señor se harán realidad en tanto en cuanto deban surgir para resolver o afrontar alguna necesidad humana, no para hacer espectáculos o exhibir un poder que no es personal o no viene de Dios.

Todos los cristianos, pues, están en capacidad de hacer lo que Jesús prometió en Marcos, cap. 16, versículos 16 al 18. Los de antes y los de ahora. No es, como han dicho algunos pastores y otros hombres de iglesia, una promesa del Señor para los apóstoles que lo acompañaron en su época, sino para todos los hombres y mujeres de fe de todos los tiempos hasta el fin del mundo que conocemos. Para ello basta creer, lo cual conlleva una vida santa, es decir, irreprensible, que se cimenta en el cumplimiento de los mandamientos de Dios y las enseñanzas de Jesús.


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