Cuando recibimos a Cristo de corazón, es decir, de manera
sincera y profunda, cambiamos totalmente. Tal como se afirma en 2 Corintios
5:17: “De modo que, si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas
viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”. Ya no somos del mundo.
Nacemos para Cristo. Luego, morimos para el mundo y nacemos para Cristo. Una
vida nueva. En este sentido podemos afirmar que no hay medias tintas. Con
Cristo somos plenamente. Por lo tanto, como se suele decir, no podemos ser
tibios: ni fríos ni calientes. Plenamente con Cristo.
Sin
embargo, ello supone equilibrio. Estar en Cristo implica sobre todo estar en el
amor. Como lo ilustra Efesios 4: 2: “Sean siempre humildes y amables. Sean
pacientes unos con otros y tolérense las faltas por amor” (Biblia Nueva
Traducción Viviente). Desglosando el versículo, se trata de relacionarnos con
nuestros semejantes con humildad, amabilidad, paciencia, tolerancia, fundamentado
todo ello en el amor.
El
hacer la oración de fe con sinceridad de corazón es un primer paso. Se inicia
luego un proceso que confronta dos polos esenciales del ser humano: el espíritu
y la carne. El espíritu implica la relación con Dios que todos tenemos en mayor
o menor grado. La carne implica al cuerpo y está asociada al alma, la cual está
compuesta de los sentimientos, las emociones y la voluntad. En la medida en que
el ser humano dé lugar a la carne el alma estará dominada por las motivaciones
del mundo y se alejará de Dios. En la medida en que nos consagremos en oración,
súplica, clamor, alabanza, ayuno, rectitud, vigilia, etc. nuestro espíritu crecerá,
nos liberaremos del mundo y será estrecha nuestra relación con el Señor. Una
pregunta tal vez nos aborde: ¿cómo podemos lograr esto último? Muy sencillo: proponiéndonoslo.
Es decir, activando nuestra voluntad para sujetar la carne y perseverar en ello.
Y perseveraremos fortaleciendo nuestro espíritu con oración. “Orad y velad”,
exhortó nuestro Señor. “Orad sin cesar”, aconsejó Pablo. Es decir, orar y
vigilar. Orar y dirigir nuestra conducta, orar y actuar intachablemente. No hay
duda de que en la medida en que oremos nuestra espiritualidad crecerá y seremos
nuevas personas. Al recibir a Jesús de corazón somos salvos.
Ha
habido en el mundo cristiano un debate acerca de si la salvación se pierde o
no. La salvación no se pierde si nos esforzamos por mantenerla. Si recibimos al
Señor y somos tibios, la consecuencia es una vuelta al mundo, la pérdida de la
salvación. Si nuestra aceptación de Jesús como Señor y Salvador ha sido
verdadera, anhelante hasta el final de nuestra vida física, seremos salvos. ¿Por
qué vigilar? Porque como cristianos, Satanás trabajará para tentarnos. Aprovechará
cualquier resquicio con astucia y tozudez. Nunca debe ser subestimado, pero no
temido porque Jesús lo venció en la cruz y legó esta victoria a quienes lo
reciben. Pero el vigilar también se relaciona con nuestra personalidad, con
nuestra carne, pues podemos realizar actos contrarios a la voluntad de Dios.
Vienen
a mi mente dos anécdotas: Haciendo una cola para comprar pan acompañado de un
hermano en Cristo, en momentos difíciles para Venezuela, estaba delante de
nosotros una pareja, marido y mujer; mi hermano –un ex pastor-, comenzó a
hablarles de Jesús. El hombre reaccionó y dijo: yo no creo en los cristianos
pues tengo una vecina que se dice cristiana y tiene un comportamiento que deja
que desear. En otra ocasión hablaba yo con una secretaria de la asociación de
profesores de la Universidad de Los Andes en Trujillo y, en el curso de la
conversación, le hice saber que yo era cristiano evangélico. La secretaria,
antigua conocida mía, al respecto me dijo: me quedo con mi iglesia católica;
tengo unos vecinos auto-llamados cristianos que no actúan como buenos vecinos. ¿Por qué?, le
pregunté. Porque abusan de mi propiedad. Vivo en Sabana de Mendoza (una
población de Trujillo) en una pequeña urbanización, y sin mi autorización
estacionan uno de sus carros en el lugar que me corresponde en el terreno de mi
casa, y, a pesar de que les he reclamado, lo siguen haciendo y aun se molestan
sin que les asista razón.
Esto, por supuesto, no es propio de hermanos convertidos,
y no sólo los desacredita a ellos sino también al Cuerpo de Cristo. De allí que
debemos ser muy cuidadosos porque la gente espera de nosotros una conducta lo
más correcta posible. Al recibir a Cristo como Señor y Salvador nos apartamos
del mundo, aunque sigamos viviendo en él, y hemos de procurar ser
irreprensibles. Y ello lo logramos a través de una vida de oración que nos
sitúa en comunión con Dios. Como Pablo lo señala, al convertirnos a Cristo
somos embajadores de Él y nuestra conducta en todos los sentidos debe
revelarlo.