En
días pasados me invitaron a un programa de radio para que hablara sobre el
liderazgo de Jesús. Al principio me sentí un poquito confundido porque para mí
Jesús era mucho más que un líder y llegué a pensar que considerarlo como tal
era como vincularlo a lo secular, y eso me parecía casi blasfemo. Pero en la
medida en que meditaba sobre el asunto, el Señor me llevó a la convicción de
que no era así y que, si me basaba en las características de la estadía de
Jesús en la tierra, no era inapropiado analizarlo como un líder. En efecto, líder (derivado del original inglés que
significa “guía”) es un término definido en el DRAE como “Persona a la que un
grupo sigue, reconociéndola como jefe u orientadora”. Ciertamente Jesús fue una persona a la que,
nacido como hombre, siguió gente -durante los tres años de su ministerio- que fue
creciendo hasta convertirse en multitud. Así entendido fue un líder. Pero al
hacer precisiones nos encontramos con que Jesús fue un líder
espiritual y como persona, en su vida terrenal, una persona divina. Es decir, un líder sin parangón que fue nada
menos que la encarnación de Dios en la tierra. Jesús combinaba, pues, la
cualidad del liderazgo con la cualidad divina, entendiendo a la primera, sensu
stricto, como de carácter terrenal. Para que un líder sea verdadero tiene que
dejar un legado a sus seguidores porque si su obra muere con él (pastor Munroe,
islas Bahamas) es un líder fracasado. Si su obra continúa con su muerte es un
líder verdadero. Jesús es, por esto, el líder por excelencia, el más verdadero
y grande del mundo pues su obra trascendió a Palestina, dividió la historia
humana en un antes y un después, se proyectó sobre el mundo conocido en su
época y hoy día se impone en todos los confines del planeta globalizado. Es verdad
que hay vastos territorios donde las enseñanzas de Jesús no predominan pero en
ellos se le conoce ya y hay comunidades cristianas establecidas. China, país
que hasta no hace mucho fue oficialmente ateo, tiene hoy día una de las comunidades
cristianas más importantes de Asia, a pesar de la hostilidad oficial, y se calcula
que para 2050 albergará la población cristiana más grande del planeta. Un
crecimiento significativo se registra en países como la India, Vietnam,
Singapur, Bangladesh, países del Golfo Pérsico (Qatar, Bahrein, Arabia Saudí),
Rusia, Nepal, y, obviamente América Latina, etc. Esto demuestra que hay una
gran necesidad de Dios y que sólo la palabra de Cristo es verdadera, es decir, que aun cuando haya religiones
antiquísimas con sus dioses coetáneos,
Jesucristo es el que llena el vacío, la insatisfacción del corazón humano,
porque es el Dios Único y Verdadero Encarnado
y, por tanto, Él mismo Dios viviente, Co-Creador.
Otros
liderazgos espirituales han existido en la historia de la humanidad, casi todos
los cuales fundaron una religión. En este sentido usamos el vocablo religión, tal como lo define el DRAE: “f.
Conjunto de creencias o dogmas acerca de la divinidad, de sentimientos de
veneración y de temor hacia ella, de normas morales para la conducta individual
y social y de prácticas rituales, principalmente la oración y el sacrificio
para darle culto”.
Entre
esos liderazgos, citemos los nombres de los más conocidos: Confucio, Lao-Tsé,
Buda, Krisna, Mahoma. Todos muy respetables. Pero cuando los relacionamos con
Cristo Jesús, la diferencia es enorme. Y esta diferencia se deriva de una
pregunta fundamental que a menudo pasa desapercibida: ¿cuál de ellos resucitó
de entre los muertos y con este hecho fue probada su divinidad de manera irrefutable? En efecto, sólo Jesús resucitó de
entre los muertos, por acción del Dios Padre Todopoderoso, al tercer día, tal
como había sido profetizado en el Antiguo Testamento y Él mismo lo predijo
durante su ministerio. Jesús, por eso, no sólo resucitó sino que es el único
verdaderamente resurrecto en toda la historia de la humanidad. ¿Por
qué? Porque resucitó para siempre y está sentado a la diestra del Padre Eterno,
Quien lo envió. Es verdad que en las Sagradas Escrituras otras personas fueron
resurrectas: en 2 de Reyes 13:21 se atestigua cómo un hombre muerto que fue
lanzado sobre la tumba de Eliseo, resucitó al hacer contacto con los huesos del
profeta; y en este mismo libro, 4:18-36, se relata cómo el mismo Eliseo
resucitó al hijo de la sunamita. Y en el Nuevo Testamento se documentan tres de
las resurrecciones hechas por Jesús: la de la hija de la viuda en Naín (Lucas 7:11-17); la de la hija de
Jairo (Lucas 8:49-56); y la de Lázaro de Betania (Juan 11: 1-43). Cinco en
total, todas las cuales demuestran la realidad de la resurrección a partir del poder
de Dios. Pero se trata de resurrecciones limitadas por el orden temporal en la
carne, pues cada una de estas personas murió al agotarse el ciclo de su vida.
Fueron enterradas y sus restos convertidos en polvo y cenizas. Lo mismo puede
decirse de los líderes y fundadores de religiones: murieron y fueron enterrados.
Jesús,
pues, es un líder espiritual pero es también Dios vivo, hijo del Único Dios
viviente, Creador del Universo, omnipotente, omnisciente, omnipresente. Es por
eso el más grande líder espiritual de la humanidad pero también del Universo,
por los siglos de los siglos. Y ese carácter divino de Jesús se hizo manifiesto
en los múltiples milagros durante su ministerio, en sus múltiples prodigios,
muchos de los cuales no fueron registrados porque Jesús vivió intensamente, día
a día, hora tras hora, su misión de salvación. De allí que Juan, el discípulo
amado, al final de su relato, dice: “Y hay también otras muchas cosas que hizo
Jesús, las cuales si se escribieran una
por una, pienso que ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de
escribir. Amén.” (San Juan, 21:25, resaltado nuestro). Jesús es Dios real,
viviente, actual. Los milagros que hizo ayer, los hace también hoy. Su
presencia de hace dos mil años es hoy exactamente la misma, a través del
Espíritu Santo, dejado por Él entre nosotros al cabo
de sus cuarenta días de convivencia con los apóstoles después de la
resurrección. Y esa presencia la constatamos casi a diario con el descenso del
Espíritu Santo y las sanaciones que se practican mediante el vehículo de
pastores ungidos en medio de estadios o congregaciones numerosas, sujetas a las
pruebas de quienes lo deseen.
Y
es que todo ser humano, quiera o no, debe enfrentarse a la realidad de la vida
física y al planteamiento de la vida después de la muerte. Pues se trata de asuntos que ni
siquiera los ateos pueden evadir. Es decir, ¿vivimos acaso para morir y ser
enterrados sin que ninguna trascendencia se desprenda del hecho de vivir?
Ocurre que los ateos se han visto obligados a discurrir sobre ello y han
gastado páginas y páginas para “demostrar” que Dios no existe y que, en el
mejor de los casos, Jesús fue una figura histórica. Armando Alducin ha
recordado en estos días a Jean Paul Sartre, autor de un libro clave de la
filosofía contemporánea, El Ser y la Nada,
en la que expone el existencialismo, postura filosófica según la cual el hombre
es mera existencia, un “ser- ahí”, es decir, un ser que apareció fortuitamente
sobre la tierra, y al mismo tiempo, es un “ser-para- sí”, esto es, un ser que
“debe hacerse a sí mismo”; un ser, por tanto, de radical libertad. Para Sartre,
la existencia de Dios es imposible por lo que el hombre es un ser autónomo
cuyos valores dependen enteramente de él, son creación suya. Lo curioso del caso–decía
el Dr. Alducin- es que Sartre, antes de morir, se lamentó de haber pasado toda
la vida tratando de demostrar que Dios no existe, considerando que había
perdido el tiempo devanándose los sesos para probar la no existencia de alguien que no existe. Pero
lo importante, lo grave del asunto, fue que el existencialismo se difundió por
todo el mundo como una filosofía de la radical libertad del ser humano, sin
ninguna esperanza, por lo cual hacer cualquier cosa era válido, generando
juventudes abandonadas a sí mismas, vacías, infelices, proclives a la
autodestrucción.
El
ateísmo no resiste un análisis serio; basándose en una porfiada arrogancia, se
ha convertido en sí mismo en una religión cuyo dios es la materia inerte que,
por un extraño proceso de evolución penosamente explicado, dio lugar a
la vida inteligente. En nuestra opinión, el ateísmo emana de una causa: la
soberbia intelectiva de cierta clase de hombres que, ante la abrumadora
evidencia de la existencia de Dios, constatada a diario con solo echar un
vistazo a la naturaleza y al espacio sideral que nos rodea, opta por una contumaz
ceguera que a la larga trae tormento interior e infelicidad. Sin embargo,
cuando los ateos, movidos por la honestidad intelectual e impulsados por su
talento, se dedican a investigar la vida de Jesús y sus enseñanzas, llegan a la
conclusión de que no sólo los hechos de la vida de Jesús son ciertos (como el
de la resurrección, controvertido por muchos) sino también su condición de Hijo
de Dios y su irrefutable presencia entre nosotros, a más de dos mil años de
su primera venida. Entonces se convierten en fervorosos creyentes. Tal lo que
aconteció con C. S. Lewis (Clive Stiples Lewis, autor de la famosa heptología Las crónicas de Narnia) quien, ateo pero
deseoso de la verdad, investigó y estudió meticulosamente todos los hechos
relativos a Jesús. Deslumbrado por la evidencia de los hechos y el carácter
sobrenatural de la personalidad de Jesús, y por la absoluta coherencia de su
alta moral y sus afirmaciones, se convirtió
en un cristiano devoto y respetado divulgador. Tiempo antes había hecho
suya esta frase de Lucrecio (poeta ateo romano, 99 a.C – 55 a.C):
Si Dios hubiera diseñado al mundo, no sería
un mundo tan frágil y defectuoso como lo vemos.
C.
S. Lewis escribió un libro titulado Mera
Cristiandad (Mere Christianity) y
su esposa Joy Gresham (Helen Joy Davidman), escritora judía estadounidense,
comunista radical y atea (y a quien Lewis conoció después de su conversión), se
convirtió también en fervorosa cristiana al leer este libro y recibir
información directa de su esposo. Y es que la frase fundamental de Jesús, “Yo
soy el camino, la verdad y la vida”, en todos los documentos que existen, en
todos los hechos y actos de su vida, en todos los textos del Antiguo y el Nuevo
Testamento, en todas las revelaciones, es absolutamente coherente, sin la más
mínima contradicción.
(Y
ocurre que todos los pueblos en donde Cristo ha sido reconocido y aceptado como
Señor y Salvador, la paz social y la prosperidad moral pero también material se
han establecido. Estados Unidos no se hubiera constituido en el formidable país
que ha sido si parte de sus fundadores no hubieran sido los cuáqueros,
emigrados de Inglaterra y partidarios
del cristianismo primitivo. Alemania, Suiza, Francia, Costa Rica, Corea del
Sur, Barbados, Colombia actualmente son países donde la población cristiana es
significativa).