martes, 15 de diciembre de 2015

Vivir en Cristo

"Otra vez Jesús les habló diciendo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida" (San Juan 8:12).
Solemos creer -y esto es especialmente cierto cuando somos jóvenes y hemos nacido en un hogar donde Dios es apenas un nombre, una referencia-  que en la vida podemos hacer lo que queremos siempre y cuando no perjudiquemos a los demás. Esto es, por supuesto, cuando pertenecemos a un hogar de gente normal: padres trabajadores, de moral convencional, con hijos a los que se les da una educación de acuerdo a las posibilidades económicas que aquéllos tengan. Se cree entonces que cada quien tiene derecho a ser feliz. Pero este derecho está fundamentado en una búsqueda del placer, en la medida de los medios económicos de que se dispone. Comer, beber, vestirse, viajar y -lo más usual, trátese de hombres o de mujeres- disfrutar del sexo, disfrute que no pocas veces se asocia con el alcohol y las rumbas. Estas incidencias y muchas otras que sería largo mencionar configuran lo que podemos llamar la vida en el mundo o vida mundana. Sin embargo, a menudo esa felicidad que se busca a través del placer termina en todo lo contrario: dolor, fracaso, enfermedad, contiendas, etc., etc. Se torna, pues, en infelicidad. El desenlace, en casos extremos, puede llevar a decisiones individuales precipitadas y lamentables.
Con suma frecuencia esa búsqueda del placer, es decir, la vida mundana, está acompañada por una ausencia de espiritualidad, espiritualidad que en sentido estricto sólo es posible cuando se tiene a Dios en el corazón. Y la espiritualidad es, ante todo, paz. Y la paz, a su vez, es felicidad. Esto es verdad para todos, independientemente de la condición social y educativa de cada quien.
Con Perogrullo podemos decir: la gente puede ser muy rica pero esto no es suficiente para tener paz. Del mismo modo: hay gente de medios económicos modestos pero tiene paz. Y ocurre que la paz, la felicidad real, sólo la podemos conseguir cuando buscamos a Dios a través de Jesucristo. Es abrumador el número de experiencias en el que se comprueba que, teniéndolo materialmente todo, la gente no consigue vivir en felicidad, esa paz que el mundo no da. Podría dar muchos ejemplos, de gente conocidísima en el mundo, que teniendo dinero y el poder que éste da, ha terminado en el fracaso, incluso en la tragedia. Vivir en Cristo, esto es, recibirlo como Señor y Salvador y obrar conforme a su ejemplo y enseñanzas, nos brinda otra perspectiva de vida. Nos brinda el gozo de la solidaridad, del compartir, de la integridad y, lo más importante, de la comunión con Él y el Padre Eterno. No digo, claro está, que no vamos a tener dificultades, tropiezos, pero siempre de ellos vamos a salir airosos porque Jesús jamás nos deja solos. Siempre nos señala el camino. Siempre nos da aliento. Siempre nos protege y ayuda. Dios el Padre, Jesús el Hijo, el Espíritu Santo son tres y una sola Persona. Son la Deidad Trina. Sus galardones tienen, por decirlo así, un precio: buscarlos incesantemente a través de la oración y el velar. Orar y velar, es decir, orar y cuidar nuestra conducta para hacer irreprensible nuestra vida.

sábado, 28 de noviembre de 2015

Cristo vino a rescatar a los perdidos

La venida de Cristo al planeta Tierra es el hecho más trascendental de la humanidad. El escepticismo, el humanismo (entendido como una doctrina de exaltación absoluta del hombre), el ateísmo, la arrogancia intelectual, etc. desdibujan este hecho. No reparan o simplemente subestiman la poderosa pertinencia del nacimiento de un hombre dotado de divinidad cuya palabra y conducta a nadie dejaron indiferente al punto de dividir la historia en un antes y un después. Si los ateos y sus afines meditaran en esta inexorable división tal vez pondrían a un lado su incredulidad. Es decir, ni el ateo más recalcitrante puede negar la existencia de Jesús en virtud de esta partición cronológica que da fe de su presencia terrenal. Cristo, pues, vino por primera vez y los historiadores, mediante compulsiones rigurosas, han determinado que fue aproximadamente en el año -4 de nuestra Era, es decir, en el año 4 contado de manera regresiva a partir de los cuatro mil años transcurridos desde la aparición del hombre hasta el  nacimiento de Jesús.
¿Por qué vino Cristo a la Tierra? Sin duda, a darnos un conocimiento pleno del Padre Eterno y una enseñanza imperecedera del amor y del perdón a través de su ministerio y el sacrificio de su vida. De sus enseñanzas no se derivó una religión sino la necesidad de establecer una relación personal y directa con Dios teniéndolo a Él como intercesor.
Ahora bien, Jesús no vino a salvar a los justos (que ya de por sí son salvos) sino a los perdidos, es decir, a aquellos hombres y mujeres sumidos en el pecado. Cuando los fariseos le reprocharon que comía y bebía con publicanos y pecadores Él respondió: "La gente sana no necesita médico, los enfermos sí. No he venido a llamar a los que se creen justos, sino a los que saben que son pecadores y necesitan arrepentirse" (Lucas 5:31-32, NTV). Y cuando lo criticaron porque se hospedó en la casa de Zaqueo, el muy rico y desprestigiado jefe de publicanos, les dijo: "El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar a los que están perdidos" (Lucas 19:10, NTV)
Ocurre que hay personas que manifiestan escepticismo con relación a la salvación concedida por Jesús a los pecadores y en este sentido expresan críticas abiertas o veladas al Cuerpo de Cristo porque está lleno de hombres y mujeres que han cometido pecados de todo tipo, a menudo escandalosos ( adulterio, incesto, blasfemia, estupro, asesinato, sodomía, avaricia, mentira y calumnia destructiva, etc.). Pero Cristo recibe en su Cuerpo, es decir, en su iglesia, a todo aquel que arrepentido pide perdón sincero por sus pecados, cualesquiera sean. Quien hace esto queda perdonado y asume el compromiso de obrar conforme a la voluntad de Dios y las enseñanzas de Jesús, pues quien se arrepiente y pide perdón de corazón comienza a ser una persona completamente distinta. Renuncia al mundo y vive en Cristo y para Cristo. Es decir, comienza a vivir una vida irreprensible. Quien dice arrepentirse y pide perdón, pero continúa viviendo una vida reprobada, sencillamente no se ha arrepentido de verdad y por eso mismo no es objeto de perdón.
No dudes, hermano que me lees: Cristo te ama y te espera con los brazos abiertos. Él es el único que salva pues en la medida en que te perdona por tu arrepentimiento sincero, te transforma. Te transforma en santidad. Y ten en cuenta esto: santo es todo aquel que cumple con la voluntad de Dios, guardando todas las cosas que Jesús nos mandó (Mateo 28:20).  Y todos, absolutamente todos, incluso el peor malhechor transformado, podemos serlo. Y sólo la paz, que es la única felicidad posible, la da Cristo Jesús, Señor nuestro.

lunes, 16 de noviembre de 2015

Ya son las señales de los últimos tiempos

Lo que está ocurriendo en el mundo actual son las señales que preceden a la Segunda Venida de nuestro Señor Jesucristo. En Mateo 24, diríamos que con lujo de detalles, Jesús profetizó lo que hoy estamos viviendo. En el aparte Señales antes del fin describe de modo casi literal las calamidades que actualmente confronta la humanidad, y en el siguiente, La venida del Hijo del Hombre, versículos 37 y 38, indica que los días anteriores a esta venida serán como los días de Noé: "Porque como en los días antes del diluvio estaban comiendo y bebiendo, casándose y dándose en casamiento, hasta el día en que Noé entró en el arca, y no entendieron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos, así será también la venida del Hijo del Hombre". Siempre he pensado que esta descripción hecha por nuestro Señor, debido a su misericordia y  pureza de corazón, es más bien comedida y apenas la parte "presentable" de la impiedad que se cometía: crímenes horrendos, inmoralidades repugnantes, guerras, atrevimientos insólitos, tal vez calamidades  telúricas. Hoy estamos presenciado algo igual, tal vez peor: crímenes abominables, descarríos morales atroces, rumores de guerra, fenómenos tectónicos, confrontaciones sociales, guerras declaradas. Basta mirar las noticias de prensa, de radio, los noticieros de televisión, etc. para darnos cuenta.
Lo ocurrido el 13 de noviembre de este año 2015 en París, Francia, con el atentado de ISIS en el que murieron centenares de personas es un hecho de una gravedad tan extrema que podemos decir que constituye el comienzo de una confrontación  mundial. No me atrevería a decir de la Tercera Guerra Mundial, pero es un hecho de repercusión mundial en extremo peligroso. Aunque algunos dirigentes, como el Papa romano, no han vacilado en decir que es el comienzo de dicha guerra.
Como cristianos  tenemos el deber de alertar no sólo a la iglesia sino a todo nuestro prójimo.  Y eso implica: a) Orar y velar sin cesar, tal como nos lo mandó Jesús; b) evangelizar, en cumplimiento de La Gran Comisión (Mateo 28: 18-20; Marcos 16: 15-16; Lucas 24:47); c) dar testimonio en ayuda a los necesitados y en la realización de una conducta irreprensible. Cumplir estas acciones es una manera de esperar la Segunda Venida del Señor, ante la evidencia de un mundo totalmente descompuesto. Cristo Jesús vendrá a arrebatar a su iglesia y luego a juicio. Cada quien es libre de creerlo o no creerlo. Pero que nadie alegue que no le fue advertido.

martes, 10 de noviembre de 2015

Si buscamos a Cristo

Con frecuencia la gente que está en el mundo se manifiesta indiferente frente a Dios y a Jesucristo. Su inserción en el mundo es tal que consideran que los problemas que los aquejan pueden ser resueltos en sus propias fuerzas. Por eso también con frecuencia van de decepción en decepción. Muchas veces Dios los llama a través de diversas señales (cuántas veces, por ejemplo, ven invitaciones en lugares públicos a acudir a reuniones o campañas donde Cristo es el centro de atención y actuación) y ante ellas responden con desdén. Ocurre entonces que cuando la vida los desborda y la aflicción, a menudo grave, los toca, vuelven sus ojos a Dios. Y esto no está mal porque si algo quiere el Señor es auxiliarnos y reconfortarnos. Pero no deja de ser lamentable que lleguen a los pies de Jesús cuando la vida los golpea, los hace jirones. Y el Señor se solaza en consolarlos, en sanarlos, en recibirlos con los brazos abiertos. Sin embargo cuando esto acontece, si no han acudido con deseo de corazón, la consecuencia es la retirada. Y, pasado algún tiempo, reinciden en el dolor infligido por el mundo y entonces la súplica interesada reaparece. El Señor seguramente volverá a auxiliarlos, pero es necesario que su conversión ante Jesús sea verdadera. Nada es comparable a esta conversión. Es, sin duda, lo más importante que puede acontecernos a los seres humanos. Porque cuando recibimos a Jesús como Señor y Salvador personal  la vida cambia por completo y, como dice la Palabra, "nacemos de nuevo". Y ello implica una decisión trascendental: nos retiramos del mundo y nos rendimos ante quien dio su vida por nuestra salvación. Morimos, pues, para el mundo y nacemos para Cristo Jesús.
No obstante, no esperemos a que la vida nos sacuda, nos aflija, nos estropee duramente. Busquemos a Dios y a su Hijo cuanto antes, aun cuando estemos en el confort o comodidad del mundo. Concienticémonos de que Ellos son la fuente de la vida, del amor, y nuestro refugio más seguro. Hagamos sin vacilación ni tardanza la exhortación de Jesús cuando estuvo entre nosotros: "Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas las cosas os serán añadidas" (Mateo 6:33).

lunes, 26 de octubre de 2015

La Deidad Trina y la adoración

     La comunidad cristiana, es decir, la llamada "evangélica" (término hasta no hace mucho pronunciado por muchos en sentido despectivo), tiene muy claro que el único intercesor entre Dios y los hombres es Cristo Jesús. Versículos bíblicos, en número suficiente, así lo demuestran. Cualquier otro intercesor, hombre o mujer, es incorrecto.
Esto está ligado al carácter exclusivamente divino de la Deidad Trina (el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo). Nadie más tiene este carácter. Por tanto, sólo los miembros de esta Deidad pueden y deben ser adorados (es decir, reverenciados o dignos de culto por su  divinidad). En este sentido punto neurálgico es María, la madre de Jesús. María fue y es -en su memoria perenne-  una mujer digna de toda honra pero no de adoración. ¿Por qué? Porque María fue un ser humano, indiscutiblemente excelso, pero humano, terrenal. El hecho de que Dios la haya escogido para que fuera la madre terrenal de Su Hijo indica el mérito espiritual sumo de María, lo cual es un privilegio incomparable. Pero ello no le confería carácter divino. De allí que debemos honrarla, amarla, elogiarla, pero no adorarla porque sólo se adora a Dios, a su Hijo y al Espíritu Santo. Por ende no es cierto que los cristianos llamados evangélicos no guarden respeto por María. Todo lo contrario: se le respeta, se le venera, se le ensalza, pero no se le adora. Y ello, con mayor razón todavía, es extensible a todos los santos: hombres y mujeres revestidos del pecado original, independientemente de que en el curso de su vida hayan logrado vivir en santidad. Se respeta y puede elogiarse su memoria pero en ningún caso se les debe adorar.
     Quiero terminar con un testimonio que me acaban de referir: una mujer sencilla, muy católica, orante dedicada, apeló a la Virgen acerca de por qué muchos "no la querían".
     En sueños se le apareció María y le dijo que no debía preocuparse porque era su Hijo quien debía ser adorado, buscado, y que ella, como su madre terrenal, sentía gran complacencia por la honra y gloria sempiternas  dadas a Él. No hay duda: Cristo Jesús es Dios y su rol es el de intercesor de nosotros, seres humanos, ante Dios. En consecuencia, todo cuanto pidamos al Padre Eterno debemos hacerlo en el nombre de Jesús.

Los Tatuajes Hay una porción de la población mundial que admira y usa los tatuajes. No obstante, los tatuajes pueden causar infecciones en l...