sábado, 18 de agosto de 2018

Ser honesto, ser íntegro



            ¿Es lo mismo honesto que íntegro? Al principio parece que sí. Así lo creía yo. Pero no lo es en sentido estricto. En días pasados, la prédica de un pastor colombiano de origen japonés me alertó. Ponía un ejemplo desagradable. Un hombre, decía, que había alquilado la habitación de un hotel, encontró en una de las gavetas de la mesa de noche una cartera con dólares. La tomó y, acuciado por su conciencia, bajó al vestíbulo y la depositó ante el empleado de turno para que la devolviera a su dueño. Así fue. Sin embargo, el hombre había alquilado la habitación acompañado de una mujer que no era su esposa con el fin de yacer con ella.
            Honesto, dice el DRAE, significa “Probo, recto, honrado”. Íntegro, “Que no carece de ninguna de sus partes”. El Diccionario Clave dice de íntegro: “Entero o con todas sus partes”. No hay duda de que ambos términos tienen un sentido básicamente moral. La integridad tiene que ver con la totalidad del ser moral. Es decir, ser moralmente correcto en todas las circunstancias y hechos de la vida, tener una moralidad sin carencias de ninguna de sus partes. Diríamos que la honestidad es un componente de la moralidad. Y ¿qué es la moralidad? Pues el conjunto de acciones, actitudes que se relacionan con un concepto bueno de la vida, del comportamiento humano. Bueno respecto de lo que edifica, beneficia al ser humano sobre todo en su ámbito espiritual.  Esto indica que cuando se habla de moral las referencias apuntan hacia el bien. La honestidad, la justicia, la verdad, la belleza, la rectitud, la compasión, la solidaridad, etc. son componentes de la moral.
            Se puede afirmar entonces que una persona puede ser honesta pero no íntegra. Tal como lo revela el ejemplo del pastor arriba indicado: aquel hombre que devolvió el dinero era honesto, pero no íntegro.

          En el campo de la vida cristiana estos dos conceptos tienen una importancia capital pues la integridad es inherente al hecho de recibir a Jesús como Señor y Salvador. Porque nacemos de nuevo, es decir, somos transformados. Ese es el gran simbolismo del bautizo. Cuando el ministro nos sumerge en el agua y salimos de ella se ha realizado un cambio: en la inmersión el hombre que hemos sido nos abandona y emergemos como un hombre diferente, el que ha decidido recibir a Cristo en su corazón y consagrarse a Él. Emprendemos una nueva vida. Ya no actuaremos conforme a los dictados del mundo, sino a las enseñanzas y mandamientos de Jesús. De allí que nos deshagamos del libre albedrío porque, como decía Pablo, ya no seremos nosotros sino Cristo Jesús en nosotros (“ya no vivo yo, sino Cristo en  mí", Gálatas 2:20)
      La calidad de ser cristiano se hace evidente en la integridad. No es posible serlo a medias, pues el compromiso que adquirimos es total. Es lo que Dios nos exige. Eso supone un apartarse radical del mundo, sin dejar de estar en el mundo. Se trata, por tanto, de vivir sin pecado, aunque éste pudiera acechar. “En la vida tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:33), lo cual podemos interpretar como el pecado que acecha pero al que podemos vencer recurriendo a la fe en Jesús. Para ello contamos con un arma poderosa: la oración. Creo que un cristiano que ora con frecuencia va a estar acerado en su voluntad para no pecar y vivir en obediencia. Es decir, pues, vivir en integridad.

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