martes, 6 de diciembre de 2011

El femenino y las profesiones

El femenino y las profesiones


         A menudo escuchamos decir o leemos: “Margarita es abogado”, “Mireya se graduó de ingeniero”, “Laura es arquitecto”, “Mercedes es odontólogo”.etc. En días pasados pregunté a un amigo por su esposa: “¿Cómo está la odontóloga?”, le dije, y él casi ofendido me respondió: “La odontólogo querrás decir”. “Odontóloga, le repetí, y no es incorrecto”. “No será incorrecto –me replicó- pero se oye bien feo”. Le hice una pequeña aclaración y lo remití al Diccionario de la Real Academia Española (DRAE). Me pareció convencido pero no contento.
         Eso está ocurriendo, y es una de las irregularidades del uso del español: se cree que los nombres de las profesiones son masculinos solamente e incluso las mujeres hablan de su profesión atribuyéndole el masculino.
         Los nombres de las profesiones y oficios en general, y ello no es nuevo (las ediciones contemporáneas del DRAE siempre lo han indicado), responden a los dos géneros. No solamente se puede sino que se debe decir  médica, abogada, ingeniera, arquitecta, odontóloga, farmacéutica, bióloga, física, psicóloga, zoóloga, química, fisióloga, fisicoquímica, pedagoga, bibliotecaria, filósofa, funcionaria, filóloga, técnica, consultora, ministra, jueza, bibliófila, biógrafa, música, procuradora, senadora, etc., etc.
         Existen también –y son una minoría- los nombres de profesiones designados por el DRAE como “común” (a ambos géneros). Generalmente son los originalmente terminados en “a”: psiquiatra, terapeuta, fisiatra, pediatra, etc. Basta con anteponer el artículo “el” o “la” para significar si se trata de hombre o mujer: el terapeuta, la terapeuta. Otros como “conserje”, “cónsul”, igualmente declarados comunes, forman  su  género con el mismo artículo: el conserje, la conserje, el cónsul, la cónsul (aunque la Real Academia Española-RAE- también admite consulesa).
         Hay particularidades –yo incluso diría rarezas- como el término “contralor” que la Real Academia designa sólo como masculino. El DRAE otorga a este término tres significados, todos coincidentes en el sentido de la supervisión y examen  de los gastos oficiales (de las casa reales, algunas instituciones del ejército y entidades públicas). Digo rareza porque en un caso como éste, la RAE admite que el cargo u oficio de contralor sólo es ejercido por hombres (al confinar el término al género masculino) y ello supone una incongruencia porque como vemos a diario la mujer asume cada vez más responsabilidades en la sociedad. Habría que decir según la fórmula de la RAE, por ejemplo, “María Pérez es el contralor de tal ministerio”  puesto que ni siquiera podría decirse es “la contralor”. Es evidente que el confinamiento masculino de esta palabra es un verdadero arcaísmo porque la RAE define sus significados apoyada en razones históricas, todas superadas en la actualidad. En mi opinión, con respaldo en la lógica del habla y la legitimidad del uso, puede emplearse el vocablo “contralor” de la misma manera como se emplean los nombres en general  respecto de los géneros.  A pesar de la RAE y su instrumento de campaña, el DRAE, es entonces perfectamente correcto decir “María Pérez es la contralora del ministerio”.
         Tan es cierta la consagración de los dos géneros para los nombres de las profesiones que el DRAE hace la salvedad -solo para las cuatro profesiones tradicionales (abogado, médico, ingeniero y arquitecto)- de que morfológicamente también pueden usar “la forma masculina para designar el femenino”. Es decir, consagra ambos géneros para los nombres de estas cuatro profesiones, pero concede que la forma masculina puede designar el femenino, lo cual es una necedad sólo explicable porque se trata de las cuatro profesiones liberales que en el pasado fueron abrumadoramente ejercidas por los hombres. Y es también un rasgo de la inercia conservadora de la Academia que, amén de contradictorio, introduce una perniciosa inseguridad en los hablantes.
         Nada hoy en día autoriza el empleo exclusivo del masculino para designar las profesiones y oficios. Decir que “Josefina Mendoza se graduó de abogado, médico, ingeniero arquitecto u odontólogo, etc.”  es intrínsecamente incorrecto y secuela de una larga  tradición sexista afectada de impropiedad semántica y completamente desautorizada por la realidad. Perogrullo tiene la palabra: basta ya de una discriminación pueril; las mujeres no sólo han alcanzado plenitud de derechos sino que han abordado todas las profesiones con una solvencia irrefutable. Mujeres periodistas de todo tipo, mujeres que me leen: reivindiquen en el lenguaje su género y no se dejen vencer por el contrabando de la costumbre.         

sábado, 30 de julio de 2011

La literatura y el cine

A pesar de su poderosa imaginación Laurence Sterne tal vez no pensó que con su novela "Tristram Shandy" contribuiría a fundar un maravilloso arte que 135 años más tarde recibiría el nombre de cine. Algunos creen, deslumbrados por la tecnología, que en el plano de la forma la literatura es deudora del cine. No: el cine es un inmenso deu¬dor de la literatura: se evidencia en el texto a partir del cual las adaptaciones homologan la es-tética literaria con la estética del cine. Esta homologación ha ocurrido -para sólo citar casos al azar y muy conocidos- con "Hamlet" de Shakespeare, "Sin novedad en el frente" de Erich María Remarque, "Guerra y Paz" de Tolstoi o las más recientes "El Padrino" de Mario Puzzo, "En el nombre de la rosa” de Umberto Eco, "Relaciones peligrosas" de Choderlos de Laclos y “Lolita” de Vladimir Nabokov. Sterne propiciaba lo que Tzvetan Todorov llamó el "tiempo de la lectura" y el "tiempo de la escritura", iniciando (descontados los paréntesis conocidos) el proceso de experimentación literaria que años después influyó en todas las artes.

Interesa resaltar cómo el cine se ha apropiado de técnicas literarias aplicadas desde el "Ulises" de Joyce, multiplicadas y refinadas por narradores posteriores. El "flash-back", el narrador atestador, el monólogo interior, el entrecruzamiento de planos espaciales y temporales, la combinatoria de puntos de vista, el tiempo circular son algunas de esas técnicas. Esta apropiación ha sido muy intensa desde la década setenta del siglo XX y ha enriquecido tanto la formalidad como la contextualidad fílmicas que parecían erosionarse, particularmente, en el cine estadounidense. En este sentido se han logrado filmes excepcionales como "Reds" (la biografía de John Reed, autor de "Los diez días que estremecieron el mundo") y no tan brillantes como "Star 80", film en el que, no obstante, las imágenes se organizan a través del "flash-back", el narrador atestador y la conciencia fluida. "Reds" es un relato lineal alternado con voces narrativas que, mediante el testimonio, reconstruyen la vida de aquel periodista estadounidense cuya entrega a la causa del comunismo también conmovió al mundo. En "La decisión de Sophie", basada en la novela de Styron del mismo nombre, el montaje se articula con el relato lineal, el monólogo interior reducido a Sophie -judía sobreviviente de un campo de concentración- y el testimonio de una voz anónima (evocadora del "personaje de nuestra ciudad" de "Los hermanos Karamazov") que completa la biografía de esta desgraciada mujer. Se trata en estos dos últimos casos de una magnífica correspondencia entre la técnica y la anécdota, es decir, entre el discurso y la historia.

Entre los filmes subsiguientes, "Relaciones peligrosas" revela con gran acierto esa influencia formal de la literatura sobre el cine. Con actuación brillante de quienes encarnan a los cuatro principales personajes (nominadas Glen Glose y Michelle Pfeiffer simultáneamente al Oscar 1988) esta película es una réplica de la disposición formal de la novela cuya historia descansa exclusivamente en las cartas que se remiten los personajes. El film extrae los enunciados más significativos de cada carta para desarrollar el trabajo de los actores y convertirse, al final, en una magistral síntesis de la compleja novela de De Laclos. Hay un estimulante campo para investigar las relaciones entre la literatura y el cine, este último como forma decisiva del arte actual.

viernes, 22 de julio de 2011

El inolvidable Luis Buñuel

El 22 de febrero se cumple un aniversario más del nacimiento de Luis Buñuel. Había nacido en Calanda, región de Aragón, España, año 1900. Murió en 1983, el 29 de julio. Buñuel es uno de los grandes cineastas de todos los tiempos. Sin duda el más grande en habla hispana, tan paradigmático como Fellini en Italia, Renoir en Francia, Bergman en Suecia y Kurosawa en Japón. Filmó 32 películas, de las que 21 se hicieron en México. En 1949 se hizo ciudadano mexicano y en México vivió desde 1946 hasta el momento de su muerte. Más que cineasta francés o español, como muchos insisten en llamarlo, debieran designarlo cineasta mexicano. Con toda razón: era ciudadano mexicano, vivió durante 37 años en su misma casa de Ciudad de México, e hizo la mayor parte de sus películas en México. Cuando se observa su filmografía es posible distinguir tres etapas: la etapa española, la mexicana y la francesa. En todas hizo películas señeras pero la mexicana es la más fecunda. De la primera, las más destacadas fueron Un perro andaluz, La edad de oro y Las Hurdes, tierra sin pan (aunque filmadas aquéllas en Francia, sin que Buñuel se desligara de España). De la francesa despuntaron EL discreto encanto de la burguesía y Ese obscuro objeto del deseo. De la mexicana Los olvidados, Nazarín y Viridiana.
         Buñuel estaba destinado a echar raíces en México: en 1939, terminada la Guerra Civil Española, se exilió en Estados Unidos, pero sus antecedentes ideológico-políticos lo obligaron a salir de este país. Durante cinco años trabajó sin mayores problemas en el Museo de Arte Contemporáneo de Nueva York pero en 1945, en el aire los gérmenes del macartismo, se supo de su pasada filiación comunista y, para colmo, Dalí en su autobiografía recordaba la condición de ateo de Buñuel. La reacción furibunda del conservatismo estadounidense no se hizo esperar: Buñuel no sólo tuvo que renunciar al Museo sino que debió abandonar el país porque el FBI le levantó un minucioso prontuario que lo convirtió en un sospechoso peligroso y un desempleado permanente. Marchó a México -en esos días en el esplendor de su industria cinematográfica- y allí encontró expeditas oportunidades. Su primer film, en 1946, fue Gran Casino, un musical con dos cantantes popularísimos, Jorge Negrete y Libertad Lamarque, film que terminó en fracaso. Decepcionado, se mantuvo al margen por un tiempo, pero en 1949 con El gran calavera tuvo un gran éxito de taquilla y, renovados sus bríos, filmó un año después Los olvidados, una de sus películas-cumbre y pronto considerada como la mejor del cine mexicano de todos los tiempos.
         Si nos pidieran opinión, gusto personalísimo de por medio, diríamos que, en orden de aparición, éstas son las mejores películas del gran director hispano-mexicano: Los olvidados (1950), Viridiana (1961), Ese obscuro objeto del deseo (1977), El discreto encanto de la burguesía (1972), Tristana (1970) y Bella de Día (1966). Pero nada es deleznable en la producción de Buñuel porque en películas poco nombradas, modestas incluso, su originalidad es inconfundible. Tal lo que constatamos en películas como El Bruto, Robinson Crusoe, Él, la misma El Gran Casino. Él, por ejemplo, de no haber sido por el apego del director a la  novela que la inspiró, hubiera sido -equiparada al Otelo de Shakespeare- el clásico cinematográfico universal de la tan humana pasión de los celos.   
        

sábado, 16 de julio de 2011

Diario de Irak

Diario de Irak es un reportaje (Aguilar, Bogotá, 2003) escrito por Mario Vargas Llosa sobre la llamada guerra de Irak, desarrollada entre marzo y mayo de 2003. Es un libro, como todos los suyos, ameno y argumentativo. Recoge las impresiones del escritor in situ, 54 días después de haberse hecho la invasión por una coalición encabezada por los Estados Unidos e integrada por veinte países. Esa invasión no contó con el apoyo de las Naciones Unidas y por eso fue objeto de crítica por muchos sectores de la opinión mundial, aunque también otros la respaldaron. Mario Vargas Llosa estuvo entre los intelectuales que no la aprobaron. Su razón coincidía con la de la mayoría: el que se atacara a un gobierno forajido como el de Irak, presidido por un genocida como Saddam Hussein, sin el aval del Consejo de Seguridad de la ONU, desproveía la acción del indispensable consenso y la debilitaba moralmente. Realizada la operación, el escritor, fiel a su condición de intelectual, visitó el país para calibrar por sí mismo los efectos de la misma y la opinión de los iraquíes.

Lo que vio era de esperarse. El país en ruinas, con graves problemas de electricidad y agua, sin autoridad, saqueado, plagado de ladrones y homicidas, sin dinero y sin trabajo. Pero en la medida en que conversaba con la gente se dio cuenta de que la llegada de los invasores fue saludada con beneplácito. La tiranía de Saddam Hussein había hundido al país en un infierno de represión, pobreza y desesperanza. El terror se había enseñoreado de tal manera, el liderazgo democrático diezmado, que era imposible una protesta o rebelión popular capaz de dar al traste con el régimen. En 1991, por ejemplo, se produjo la intifada chiíta, explosión de rebeldía desesperada de la más numerosa etnia del país, reprimida sin piedad. Los arrestados fueron obligados a concentrarse en los descampados de las ciudades y a cavar enormes fosas a cuyas orillas debían mantenerse. Formados en filas fueron asesinados con ráfagas de ametralladoras y caían en las excavaciones. Otros empujados y enterrados vivos. En la ciudad de al Hillah, capital de la provincia de Babilonia, se desenterraron 115.000 cadáveres. En cada una de las 18 provincias del país había por lo menos tres fosas con cientos de miles de restos humanos. El cómputo fue espantoso: alrededor de 5.400.000 personas habían sido asesinadas y sepultadas en estas fosas comunes. Aún no se sabe con exactitud el número de muertos pero se calcula que no son menos de ocho millones, lo cual hace de Saddam Hussein un genocida tan igual o peor que Hitler.

Vargas Llosa, que había criticado la invasión, dice que se arrepintió de ello pues sólo una fuerza coaligada podía eliminar una dictadura tan atroz, tal como Hitler sólo pudo ser derrotado por una alianza de países democráticos. Si la coalición en 2003 –dice- hubiera motivado la guerra de Irak con la razón explícita y sustentada de poner fin a un régimen genocida comparado en atrocidad sólo con el nazismo, la opinión pública mundial hubiera sido más homogénea en el respaldo. A pesar de haber visitado a Irak apenas dos meses después de la invasión, el escritor constató en la gente un ansia de paz sólo alcanzable por medio de la democracia liberal. Hoy Irak tiene una democracia parlamentaria, limpiamente electa con más del 70% del voto popular, proporcionalmente representativa de chiítas, sunitas y kurdos, las tres etnias clave del país.

Cervantes y la novela

El próximo 23 de abril de 2011 se cumplen 395 años de la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra, creador de “Don Quijote de La Mancha”, el libro más importante de la literatura en lengua española de todos los tiempos. Cervantes murió en Madrid, pobre y solo, sin saber -intuyendo tal vez- que había escrito no sólo un libro trascendental sino aquel que fundaba la novela moderna, tal como hoy la conocemos. La novela, en su tiempo, era un género sin importancia, un tipo de narración corta en prosa, realista pero centrada en la trama más que en los personajes, sin digresiones, sin descripciones lentas. Se escribía en romance castellano y su prestigio estaba por debajo de las fábulas y los apólogos. La narración acerca de los asuntos del hombre en su vida cotidiana no era tema de la prosa sino del verso. Es decir, se narraba en verso. La épica, desde los tiempos del Cid Campeador, se confinaba al verso. Eran todavía, avanzado el siglo XVI y comenzado el XVII, los dominios de la poesía épica.

Cervantes va a dar un vuelco a esta situación al darse cuenta de la enorme posibilidad de la novela para expresar la complejidad del mundo que corría, plasmada la modernidad. Se trataba de un mundo complejo en el que había desaparecido el Dios totalizador de la Edad Media y su verdad absoluta, y el hombre, en posesión de la razón y la libertad que le confiere el Renacimiento, se encuentra de pronto ante su soledad cósmica y ante un conjunto de verdades relativas que problematizan su vida cotidiana. La poesía épica se hace entonces inhábil para expresar este nuevo mundo. La novela entra por consiguiente a ser la forma de expresión de la mismidad del hombre, de sus angustias, en medio de ese mundo que se ensancha trepidante hacia todos los confines del planeta. La prosa en este sentido es mucho más eficaz que el verso y a partir de Cervantes ya no se narrará en verso. De allí que Cervantes sea el primero en “narrar en prosa”, es decir, en novelar en lengua castellana y hacer de la novela el género por excelencia de la sociedad moderna.

En el capítulo XLVII de la primera parte de “El Quijote” se esboza, a propósito del diálogo entre el cura y el canónigo, la concepción de la novela según el gran escritor. El canónigo critica a los libros de caballería cuyos “desaforados disparates”, su “fealdad” y “descompostura”, su “estilo duro” no le permiten ni siquiera entretener. Pero tienen, dice, una gran cualidad: son “escritura desatada” y permiten al escritor asumir las múltiples perspectivas de la realidad de manera densa e ilimitada y hacer uso de la épica, la lírica y la dramática, los géneros matrices de la humanidad. Pues bien: eso es lo que hizo Cervantes en su obra maestra, fundando la novela como “género extenso moderno”. Hizo de la novela una herramienta para barajar todas las fuentes del conocimiento del hombre a través de las cuales el escritor no sólo examina y expone la mismidad del ser humano sino que proyecta su ética, su cosmovisión. Es el equivalente a aquel “deleitar y enseñar” propuesto por la literatura caballeresca y asumido por Cervantes, y a lo que siglos más tarde formulara Lukács en una frase célebre: “La novela es el único género literario en el que la ética del escritor se convierte en un problema estético”. Ello se consagra con el carácter pluri-genérico del legado de Cervantes, artífice de una inagotable innovación literaria.

Borges y el Nobel

El premio Nobel es el más connotado galardón de los que reconocen a los grandes creadores literarios de la humanidad. Pero dista mucho de ser un premio exento de dudas y polémica. No sólo ahora sino siempre. Se realizó por primera vez en 1901 y nació en medio de una gran perplejidad pues se concedió a Sully Prudhomme, un poeta menor francés que competía con León Tolstoi, uno de los grandes escritores del mundo y el primero de Rusia en el momento. Tolstoi era el favorito, y todos, críticos y aficionados, esperaban su reconocimiento por un premio que se insinuaba como el más importante y justo del planeta. La protesta fue unánime: 42 escritores suecos firmaron un documento de desagravio a Tolstoi y la Academia se vio obligada a una explicación: el gran novelista se había alejado de la literatura y convertido en un predicador místico cristiano rayano en la anarquía. Por eso no se le otorgaba el premio. Fue la primera y única vez hasta hoy en que la Academia se justificó pero también la primera –augurio no muy alentador- en que decidía por motivos externos, sutilmente políticos: la Iglesia Ortodoxa Rusa enfrentaba a Tolstoi porque éste exaltaba un cristianismo de libre conciencia ajeno a la mediación de los sacerdotes quienes a menudo, decía, tergiversan las enseñanzas de Jesús. En ese mismo año el gran novelista fue excomulgado. A pesar de su valor, la Academia Sueca no resarció a Tolstoi, fallecido en 1910. En el lapso de esos nueve años fueron ungidos con el Nobel ilustres desconocidos: Bjornstjerne Bjornson, José de Echegaray (un ingeniero de caminos español) y Fréderic Mistral, Rudolf Christoph Eucken, Paul von Heyse.

No resulta sencillo otorgar un premio de alta investidura pero en un firmamento de estrellas no puede admitirse la ignorancia de las dotadas de mayor brillo. Por eso se ha reprochado a la Academia Sueca de las Letras el haberse fundamentado en razones no estrictamente literarias. Con frecuencia éstas se han suplantado por sociales y políticas, entrevistas como un gran riesgo a partir del primer Nobel en 1901. Zola, Proust, Kafka, Joyce, Zweig, el estupendo Vladimir Nabokov, por citar apenas algunos, han quedado subrogados por nombres definitivamente menores. Por supuesto, ha habido aciertos indiscutibles pero cuando la premiación no es uniforme porque se basa en simpatías extraliterarias la duda y el descontento son inevitables.

En los 80 y tantos años siguientes a la primera premiación un caso parecido ocurrió con Jorge Luis Borges, el más grande escritor en lengua española del siglo XX. En 1955, año en que quedó ciego, Borges ya había realizado su obra fundamental la cual, como se sabe, no sólo es de altísimo nivel estético sino una de las primeras en el desarrollo del pensamiento humano. Durante treinta años su nombre fue propuesto para el Nobel, con el desaire de la Academia. A uno de sus miembros, un tal Arthur Lundksvit, se le atribuye el continuo rechazo, un académico izquierdista y mediocre que hacia lobby contra Borges repitiendo una opinión intrigante de V. S. Naipaul cuando visitó al gran escritor en Buenos Aires en 1972: la de que a Borges lo asistía una “falsa e hinchada fama” debida a una pocas, cortas y misteriosas historias que se olvidarían tan pronto decayera dicha fama. En el fondo Lundskvit no era sino el instrumento de una corporación que le cobraba a Borges sus opiniones políticas, expresadas siempre con franqueza y contrarias a los absolutismos de la izquierda internacional.

Borges, el gran Borges, el maestro que sólo con la nobleza de su lenguaje ha hecho disfrutar a generaciones enteras de todos los rincones del mundo nunca se amilanó por eso. Poco antes de morir, ante una pregunta ya ritual acerca del recibimiento del Nobel, dijo: “He contraído el hábito anual de esperar y no alcanzar el premio Nobel. Sería una lástima quebrar esa ya larga tradición, que es uno de los pocos solaces que me quedan en la vejez”.

lunes, 11 de julio de 2011

Ciudadano Kane, cine fundacional

En las antologías que, sobre las diez mejores películas de la historia, suelen hacerse, la crítica universalmente coincide en que “Citizen Kane” ocupa el primer lugar. Fue exhibida en 1941 y sólo ganó el Oscar al mejor guión original. Ese año fue premiado “Qué verde era mi valle”, un film de John Ford, hoy apenas recordado. John Ford, sin duda, fue un gran director pero en esa ocasión fue evidente que la Academia, otorgante de los premios desde hacía 14 años, vio en “Ciudadano Kane”, dirigida por Orson Welles, una película de temática audaz cuya distinción con el máximo premio podía desatar iras nada deseadas. No era para menos: la cinta había sido objetada por William Randolph Hearst, el magnate de la prensa cuya vida allí se relataba. Era, reclamó Hearst (pensando lo mismo amigos y adversarios) “a thinly disguised version of his own” ( “una sutil versión disfrazada de sí mismo”). Hearst no se quedó quieto: persiguió el film, lo desacreditó y llegó a proponer a la RKO, compañía productora, compensarla generosamente si permitía la destrucción de los originales y los negativos. No fue posible: “the controversy has faded –indicó la ilustración del video autorizado en 1996 para su divulgación masiva-, but not the film’ s power and brilliance”. (“La controversia se ha diluido, pero no la fuerza y brillantez de la película”).

En efecto, “Ciudadano Kane” es una cinta brillante, radicalmente innovadora, no sólo en el estratégico sonido instalado para el aprovechamiento máximo de la significancia, y en el movimiento inédito de la cámara, sino en la introducción de técnicas narrativas que 40 años más tarde se acogieron sin vacilación. Esas técnicas son el primer intento de incorporar al cine las formas literarias iniciadas por Joyce en 1922. Así, “Ciudadano Kane” introduce las voces narrativas-testigo y da lugar a la palabra enunciativa como puente entre el referente cinematográfico y el espectador.

Comienza con la presentación de la fastuosa mansión de Charles Foster Kane (“Xanadú”) y la exhibición de un documental (“News on the march”) acerca de su vida, observado por un grupo de periodistas admiradores y curiosos respecto de ese hombre legendario, revolucionario de la prensa y fundador del amarillismo. El jefe del grupo, veterano diarista, proclama entre sus hombres la necesidad de conocerlo a profundidad. Señala al más hábil, Mr. Thompson, a quien encomienda la tarea de indagar hasta la hez la vida de aquel hombre que llegó a decir: “Soy una autoridad en lo que la gente pensará”, y que, con su audacia, amasó una fortuna colosal. Esa indagación tiene un acicate: descubrir qué significó para Kane la palabra “Rosebud”, pronunciada por él en el instante de su muerte. Mr. Thompson, para coronar semejante reto, visita e interroga a quienes, aún vivos, conocieron a aquel hombre fabuloso. La película transcurre entonces “in memorial”. Los entrevistados evocan y todo el haz de videogramas se inscribe en el recuerdo. El final de la cinta se empata con el inicio, cerrando un círculo con las mismas imágenes, pero con un elemento agregado: el humo espeso de la chimenea del crematorio de basura de “Xanadú”, simbolizante del tormento y la inutilidad postrera de una vida como la de Mr. Kane dedicada a la acumulación de poder material.

“Ciudadano Kane” es una cinta obligada para el amante del cine, absolutamente inabarcable en una tasada glosa de prensa.

viernes, 8 de julio de 2011

Vargas LLosa, Premio Nobel

El jueves 7 del corriente mes, a temprana hora, la televisión internacional informó que Mario Vargas Llosa acababa de ser galardonado con el premio Nobel de literatura. Quienes conocemos su obra y estimamos su dignidad de escritor comprometido con su época, nos llenamos de alegría. Era un reconocimiento que se demoraba y en verdad muchos, entre ellos el propio escritor, creíamos que nunca llegaría. Recordábamos la injusticia que se cometió con Jorge Luis Borges cuyos merecimientos tenían respaldo universal y la Academia Sueca siempre le esquivó el premio. Algo similar ocurrió con León Tolstoi, apoyado en sus días por casi todos los escritores y lectores del planeta, y relegado tozudamente por un jurado que prefería examinar las razones políticas antes que las literarias.

Bien: la Academia sueca se reivindicó y en buena hora premió a uno de los más grandes novelistas de todos los tiempos. Esto es bueno recalcarlo porque, tratándose de distinciones literarias (o artísticas o de otra índole), lo correcto es exaltar lo estrictamente pertinente y no lo políticamente conveniente. Salvo que se trate de un autor que en sus actitudes o su obra conspire contra la humanidad. Pienso, por ejemplo, en aquellos escritores –poquísimos, gracias a Dios- que en su momento se entregaron al fascismo y al nazismo, negando su obra y convirtiéndose en serviles instrumentos de un poder abominable.

Mario Vargas Llosa es un gran escritor por la asunción profunda del mundo latinoamericano, por las técnicas de su andamiaje narrativo, por la calidad de su lenguaje y, sobre todo, por un ingrediente sin el cual toda creación artística se menoscaba: la empatía con el lector, es decir, ese “duende” (así lo llamaba García Lorca) que hace de la lectura una experiencia de goce. El escritor hedonista, el lector hedonista: a eso se refería Borges cuando ponderaba aquellos libros que por la magia del lenguaje suscitan en el lector experiencias inolvidables. Eso es Vargas Llosa: un escritor hedonista que va a encontrarse de manera natural con el lector hedonista.

Mario Vargas Llosa ha escrito un buen número de libros; unos, tal vez, más importantes que otros. Pero todos están caracterizados por ese duende, ese toque incantatorio que nos mantiene en vilo hasta la última palabra del texto. Cinco son hasta ahora, en mi opinión, sus grandes novelas: La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en la Catedral, La guerra del fin del mundo, La fiesta del chivo. Son, digamos, sus intentos de “novela total”, aquellos frescos ricos y perfectos, siguiendo siempre la inspiración y enseñanza de su maestro Flaubert. Pero uno comienza a vacilar en cuanto a este término de “grandes” cuando lee sus otras novelas, algunas de las cuales tienen nombres que yo llamaría “rosa”, nombres rosa: Las travesuras de la niña mala, La tía Julia y el escribidor, Pantaleón y las visitadoras, Lituma en los Andes, Los cuadernos de don Rigoberto, El paraíso en la otra esquina. Comienza a vacilar, digo, porque éstas tienen también el encanto, la estructura rigurosa, la alta realización lingüística, la pasión fabular de aquellas más emblemáticas y trascendentes del gran escritor.

Cuando uno lee las descalificaciones, los chismes viles (ése del cobro de 10.000 dólares por conferencia, etc.) con que los plumíferos izquierdosos tratan de agraviar a Vargas Llosa uno entiende cuán mezquina es a veces la condición humana.

Anatomía de un instante

Anatomía de un instante es el libro más reciente de Javier Cercas. Es, digamos, su segundo best seller, pues Soldados de Salamina, publicado en 2001, se vendía hasta el año pasado con un tiraje de más un millón de ejemplares, cifra que “Anatomía de un instante” a esta fecha ya viene alcanzando. Como Soldados de Salamina este nuevo libro de Cercas es un relato real. Es decir, un relato exento de ficción pero escrito con la pasión y soltura de una novela, el más típico de los relatos. De allí que algunos críticos y editores designen a ambos textos como novelas lo cual, en principio, es un contrasentido. Pero no lo es cuando nos damos cuenta de que la materia real asumida por Cercas en estos dos libros es tratada con un libérrimo ejercicio de reflexión y una alta impronta estética.
Anatomía de un instante debe su nombre a la exhaustiva descripción y análisis que hace el autor del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 en España a partir del instante en que Adolfo Suárez, el presidente del gobierno, se queda impertérrito en su escaño mientras el teniente coronel Tejero irrumpe en el Congreso y desata una balacera que obliga a los diputados a tirarse al suelo y esconderse bajo sus asientos. Adolfo Suárez da el ejemplo; segundos después lo imitan Santiago Carrillo, líder máximo y fundador del Partido Comunista Español, y el general Gutiérrez Mellado, vice-presidente del gobierno.
La figura de Suárez, en el extremo derecho de la primera fila del hemiciclo, erguida en el instante de la irrupción, imperturbable ante las balas, se convierte allí mismo en el símbolo de la resistencia y dignidad frente a la barbarie militar y en la certeza ante el país de que sólo en democracia España podía revertir una secular historia conflictiva y alcanzar la paz.
Anatomía de un instante es la historia de las diecisiete horas que duró el secuestro del Congreso español en manos de la vanguardia golpista de Tejero pero también un compendio de una parte crucial de la historia contemporánea de España, la del final del franquismo y la instauración de la democracia que sensu stricto fue la reposición de la república derrotada en la guerra civil entre 1936 y 1939.
La irrupción de Tejero fue apenas la epifanía del golpe cuyas raíces estaban ligadas a las fuerzas conservadoras, civiles y militares, identificadas con el franquismo y que temían la pérdida del orden recobrado y, por tanto, la perturbación social en peligro de ser restaurada por el choque entre los ganadores vengados y los perdedores deseosos de resarcimiento. Fueron los días en los que, muerto Francisco Franco, se disparó el terrorismo de ETA, se intensificaron los deseos de autonomía regional, y se produjo una crisis económica derivada de los altos precios del petróleo como secuela de las guerras del Medio Oriente.
Hubo tres hombres clave que entendieron que, desaparecido el Generalísimo Franco, el futuro de España no podía ser una monarquía autoritaria, tal como aquél lo había concebido: Adolfo Suárez, en primerísimo lugar, el Rey recientemente ungido, y Santiago Carrillo (combatiente en la Guerra Civil y emblema del antifranquismo). Suárez, antiguo falangista, con inteligencia y coraje aceptó jugárselas todas por la democracia que no podía ser verdadera si no incluía al partido comunista; el Rey Juan Carlos, criado en la placenta franquista, entendió que la monarquía era sólo viable si era parlamentaria, es decir, democrática; y Santiago Carrillo, factótum del comunismo español, comprendió que sólo renunciando a la dictadura del proletariado, a la bandera comunista a cambio de la bandera rojigualda de la monarquía era posible la reconciliación y una democracia para todos.
Javier Cercas, en este libro apasionante y amenísimo, con el talento de un novelista y de un ensayista consumado nos cuenta esta historia no menos apasionante.

Los Tatuajes Hay una porción de la población mundial que admira y usa los tatuajes. No obstante, los tatuajes pueden causar infecciones en l...