domingo, 7 de julio de 2013

El Liderazgo de Jesús



        En días pasados me invitaron a un programa de radio para que hablara sobre el liderazgo de Jesús. Al principio me sentí un poquito confundido porque para mí Jesús era mucho más que un líder y llegué a pensar que considerarlo como tal era como vincularlo a lo secular, y eso me parecía casi blasfemo. Pero en la medida en que meditaba sobre el asunto, el Señor me llevó a la convicción de que no era así y que, si me basaba en las características de la estadía de Jesús en la tierra, no era inapropiado analizarlo como un líder. En efecto, líder (derivado del original inglés que significa “guía”) es un término definido en el DRAE como “Persona a la que un grupo sigue, reconociéndola como jefe u orientadora”.  Ciertamente Jesús fue una persona a la que, nacido como hombre, siguió gente -durante los tres años de su ministerio- que fue creciendo hasta convertirse en multitud. Así entendido fue un líder. Pero al hacer precisiones nos encontramos con que Jesús fue un líder espiritual y como persona, en su vida terrenal, una persona divina.  Es decir, un líder sin parangón que fue nada menos que la encarnación de Dios en la tierra. Jesús combinaba, pues, la cualidad del liderazgo con la cualidad divina, entendiendo a la primera, sensu stricto, como de carácter terrenal. Para que un líder sea verdadero tiene que dejar un legado a sus seguidores porque si su obra muere con él (pastor Munroe, islas Bahamas) es un líder fracasado. Si su obra continúa con su muerte es un líder verdadero. Jesús es, por esto, el líder por excelencia, el más verdadero y grande del mundo pues su obra trascendió a Palestina, dividió la historia humana en un antes y un después, se proyectó sobre el mundo conocido en su época y hoy día se impone en todos los confines del planeta globalizado. Es verdad que hay vastos territorios donde las enseñanzas de Jesús no predominan pero en ellos se le conoce ya y hay comunidades cristianas establecidas. China, país que hasta no hace mucho fue oficialmente ateo, tiene hoy día una de las comunidades cristianas más importantes de Asia, a pesar de la hostilidad oficial, y se calcula que para 2050 albergará la población cristiana más grande del planeta. Un crecimiento significativo se registra en países como la India, Vietnam, Singapur, Bangladesh, países del Golfo Pérsico (Qatar, Bahrein, Arabia Saudí), Rusia, Nepal, y, obviamente América Latina, etc. Esto demuestra que hay una gran necesidad de Dios y que sólo la palabra de Cristo es verdadera, es decir, que aun cuando haya religiones antiquísimas con sus  dioses coetáneos, Jesucristo es el que llena el vacío, la insatisfacción del corazón humano, porque es el Dios Único y Verdadero Encarnado y, por tanto, Él mismo Dios viviente, Co-Creador.

        Otros liderazgos espirituales han existido en la historia de la humanidad, casi todos los cuales fundaron una religión. En este sentido usamos el vocablo religión, tal como lo define el DRAE: “f. Conjunto de creencias o dogmas acerca de la divinidad, de sentimientos de veneración y de temor hacia ella, de normas morales para la conducta individual y social y de prácticas rituales, principalmente la oración y el sacrificio para darle culto”.

        Entre esos liderazgos, citemos los nombres de los más conocidos: Confucio, Lao-Tsé, Buda, Krisna, Mahoma. Todos muy respetables. Pero cuando los relacionamos con Cristo Jesús, la diferencia es enorme. Y esta diferencia se deriva de una pregunta fundamental que a menudo pasa desapercibida: ¿cuál de ellos resucitó de entre los muertos y con este hecho fue probada su divinidad de manera irrefutable? En efecto, sólo Jesús resucitó de entre los muertos, por acción del Dios Padre Todopoderoso, al tercer día, tal como había sido profetizado en el Antiguo Testamento y Él mismo lo predijo durante su ministerio. Jesús, por eso, no sólo resucitó sino que es el único verdaderamente resurrecto en toda la historia de la humanidad. ¿Por qué? Porque resucitó para siempre y está sentado a la diestra del Padre Eterno, Quien lo envió. Es verdad que en las Sagradas Escrituras otras personas fueron resurrectas: en 2 de Reyes 13:21 se atestigua cómo un hombre muerto que fue lanzado sobre la tumba de Eliseo, resucitó al hacer contacto con los huesos del profeta; y en este mismo libro, 4:18-36, se relata cómo el mismo Eliseo resucitó al hijo de la sunamita. Y en el Nuevo Testamento se documentan tres de las resurrecciones hechas por Jesús: la de la hija de la viuda  en Naín (Lucas 7:11-17); la de la hija de Jairo (Lucas 8:49-56); y la de Lázaro de Betania (Juan 11: 1-43). Cinco en total, todas las cuales demuestran la realidad de la resurrección a partir del poder de Dios. Pero se trata de resurrecciones limitadas por el orden temporal en la carne, pues cada una de estas personas murió al agotarse el ciclo de su vida. Fueron enterradas y sus restos convertidos en polvo y cenizas. Lo mismo puede decirse de los líderes y fundadores de religiones: murieron y fueron enterrados.

        Jesús, pues, es un líder espiritual pero es también Dios vivo, hijo del Único Dios viviente, Creador del Universo, omnipotente, omnisciente, omnipresente. Es por eso el más grande líder espiritual de la humanidad pero también del Universo, por los siglos de los siglos. Y ese carácter divino de Jesús se hizo manifiesto en los múltiples milagros durante su ministerio, en sus múltiples prodigios, muchos de los cuales no fueron registrados porque Jesús vivió intensamente, día a día, hora tras hora, su misión de salvación. De allí que Juan, el discípulo amado, al final de su relato, dice: “Y hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales si se escribieran una por una, pienso que ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir. Amén.” (San Juan, 21:25, resaltado nuestro). Jesús es Dios real, viviente, actual. Los milagros que hizo ayer, los hace también hoy. Su presencia de hace dos mil años es hoy exactamente la misma, a través del Espíritu Santo, dejado por Él entre nosotros al cabo de sus cuarenta días de convivencia con los apóstoles después de la resurrección. Y esa presencia la constatamos casi a diario con el descenso del Espíritu Santo y las sanaciones que se practican mediante el vehículo de pastores ungidos en medio de estadios o congregaciones numerosas, sujetas a las pruebas de quienes lo deseen.

        Y es que todo ser humano, quiera o no, debe enfrentarse a la realidad de la vida física y al planteamiento de la vida después de la muerte. Pues se trata de asuntos que ni siquiera los ateos pueden evadir. Es decir, ¿vivimos acaso para morir y ser enterrados sin que ninguna trascendencia se desprenda del hecho de vivir? Ocurre que los ateos se han visto obligados a discurrir sobre ello y han gastado páginas y páginas para “demostrar” que Dios no existe y que, en el mejor de los casos, Jesús fue una figura histórica. Armando Alducin ha recordado en estos días a Jean Paul Sartre, autor de un libro clave de la filosofía contemporánea, El Ser y la Nada, en la que expone el existencialismo, postura filosófica según la cual el hombre es mera existencia, un “ser- ahí”, es decir, un ser que apareció fortuitamente sobre la tierra, y al mismo tiempo, es un “ser-para- sí”, esto es, un ser que “debe hacerse a sí mismo”; un ser, por tanto, de radical libertad. Para Sartre, la existencia de Dios es imposible por lo que el hombre es un ser autónomo cuyos valores dependen enteramente de él, son creación suya. Lo curioso del caso–decía el Dr. Alducin- es que Sartre, antes de morir, se lamentó de haber pasado toda la vida tratando de demostrar que Dios no existe, considerando que había perdido el tiempo devanándose los sesos para probar la  no existencia de alguien que no existe. Pero lo importante, lo grave del asunto, fue que el existencialismo se difundió por todo el mundo como una filosofía de la radical libertad del ser humano, sin ninguna esperanza, por lo cual hacer cualquier cosa era válido, generando juventudes abandonadas a sí mismas, vacías, infelices, proclives a la autodestrucción.

        El ateísmo no resiste un análisis serio; basándose en una porfiada arrogancia, se ha convertido en sí mismo en una religión cuyo dios es la materia inerte que, por un extraño proceso de evolución penosamente explicado, dio lugar a la vida inteligente. En nuestra opinión, el ateísmo emana de una causa: la soberbia intelectiva de cierta clase de hombres que, ante la abrumadora evidencia de la existencia de Dios, constatada a diario con solo echar un vistazo a la naturaleza y al espacio sideral que nos rodea, opta por una contumaz ceguera que a la larga trae tormento interior e infelicidad. Sin embargo, cuando los ateos, movidos por la honestidad intelectual e impulsados por su talento, se dedican a investigar la vida de Jesús y sus enseñanzas, llegan a la conclusión de que no sólo los hechos de la vida de Jesús son ciertos (como el de la resurrección, controvertido por muchos) sino también su condición de Hijo de Dios y su irrefutable presencia entre nosotros, a más de dos mil años de su primera venida. Entonces se convierten en fervorosos creyentes. Tal lo que aconteció con C. S. Lewis (Clive Stiples Lewis, autor de la famosa heptología Las crónicas de Narnia) quien, ateo pero deseoso de la verdad, investigó y estudió meticulosamente todos los hechos relativos a Jesús. Deslumbrado por la evidencia de los hechos y el carácter sobrenatural de la personalidad de Jesús, y por la absoluta coherencia de su alta moral y sus afirmaciones, se convirtió  en un cristiano devoto y respetado divulgador. Tiempo antes había hecho suya esta frase de Lucrecio (poeta ateo romano, 99 a.C – 55 a.C):

        Si Dios hubiera diseñado al mundo, no sería un mundo tan frágil y defectuoso como lo vemos.

        C. S. Lewis escribió un libro titulado Mera Cristiandad (Mere Christianity) y su esposa Joy Gresham (Helen Joy Davidman), escritora judía estadounidense, comunista radical y atea (y a quien Lewis conoció después de su conversión), se convirtió también en fervorosa cristiana al leer este libro y recibir información directa de su esposo. Y es que la frase fundamental de Jesús, “Yo soy el camino, la verdad y la vida”, en todos los documentos que existen, en todos los hechos y actos de su vida, en todos los textos del Antiguo y el Nuevo Testamento, en todas las revelaciones, es absolutamente coherente, sin la más mínima contradicción.

        (Y ocurre que todos los pueblos en donde Cristo ha sido reconocido y aceptado como Señor y Salvador, la paz social y la prosperidad moral pero también material se han establecido. Estados Unidos no se hubiera constituido en el formidable país que ha sido si parte de sus fundadores no hubieran sido los cuáqueros, emigrados de Inglaterra y  partidarios del cristianismo primitivo. Alemania, Suiza, Francia, Costa Rica, Corea del Sur, Barbados, Colombia actualmente son países donde la población cristiana es significativa).

 

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