viernes, 8 de julio de 2011

Vargas LLosa, Premio Nobel

El jueves 7 del corriente mes, a temprana hora, la televisión internacional informó que Mario Vargas Llosa acababa de ser galardonado con el premio Nobel de literatura. Quienes conocemos su obra y estimamos su dignidad de escritor comprometido con su época, nos llenamos de alegría. Era un reconocimiento que se demoraba y en verdad muchos, entre ellos el propio escritor, creíamos que nunca llegaría. Recordábamos la injusticia que se cometió con Jorge Luis Borges cuyos merecimientos tenían respaldo universal y la Academia Sueca siempre le esquivó el premio. Algo similar ocurrió con León Tolstoi, apoyado en sus días por casi todos los escritores y lectores del planeta, y relegado tozudamente por un jurado que prefería examinar las razones políticas antes que las literarias.

Bien: la Academia sueca se reivindicó y en buena hora premió a uno de los más grandes novelistas de todos los tiempos. Esto es bueno recalcarlo porque, tratándose de distinciones literarias (o artísticas o de otra índole), lo correcto es exaltar lo estrictamente pertinente y no lo políticamente conveniente. Salvo que se trate de un autor que en sus actitudes o su obra conspire contra la humanidad. Pienso, por ejemplo, en aquellos escritores –poquísimos, gracias a Dios- que en su momento se entregaron al fascismo y al nazismo, negando su obra y convirtiéndose en serviles instrumentos de un poder abominable.

Mario Vargas Llosa es un gran escritor por la asunción profunda del mundo latinoamericano, por las técnicas de su andamiaje narrativo, por la calidad de su lenguaje y, sobre todo, por un ingrediente sin el cual toda creación artística se menoscaba: la empatía con el lector, es decir, ese “duende” (así lo llamaba García Lorca) que hace de la lectura una experiencia de goce. El escritor hedonista, el lector hedonista: a eso se refería Borges cuando ponderaba aquellos libros que por la magia del lenguaje suscitan en el lector experiencias inolvidables. Eso es Vargas Llosa: un escritor hedonista que va a encontrarse de manera natural con el lector hedonista.

Mario Vargas Llosa ha escrito un buen número de libros; unos, tal vez, más importantes que otros. Pero todos están caracterizados por ese duende, ese toque incantatorio que nos mantiene en vilo hasta la última palabra del texto. Cinco son hasta ahora, en mi opinión, sus grandes novelas: La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en la Catedral, La guerra del fin del mundo, La fiesta del chivo. Son, digamos, sus intentos de “novela total”, aquellos frescos ricos y perfectos, siguiendo siempre la inspiración y enseñanza de su maestro Flaubert. Pero uno comienza a vacilar en cuanto a este término de “grandes” cuando lee sus otras novelas, algunas de las cuales tienen nombres que yo llamaría “rosa”, nombres rosa: Las travesuras de la niña mala, La tía Julia y el escribidor, Pantaleón y las visitadoras, Lituma en los Andes, Los cuadernos de don Rigoberto, El paraíso en la otra esquina. Comienza a vacilar, digo, porque éstas tienen también el encanto, la estructura rigurosa, la alta realización lingüística, la pasión fabular de aquellas más emblemáticas y trascendentes del gran escritor.

Cuando uno lee las descalificaciones, los chismes viles (ése del cobro de 10.000 dólares por conferencia, etc.) con que los plumíferos izquierdosos tratan de agraviar a Vargas Llosa uno entiende cuán mezquina es a veces la condición humana.

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