Yo
siempre tuve sed de Dios, incluso desde muy pequeño. Nací de unos padres que
eran católicos convencionales. Cumplí todos los ritos (bautizo, primera
comunión, etc.). Al tener uso de razón me preguntaba acerca del porqué de las
distintas versiones religiosas, pero algo era absolutamente inherente en mí:
sentía que existía un Dios único, amoroso en grado sumo, pero también poderoso.
Jamás hubo en mí algo que pudiera llamarse blasfemia: siempre amé a ese Dios
que también me amaba, pero al cual debía respetar. Yo tuve –y tengo todavía-
una imagen de Dios como padre ideal, que te ama y a quien amas, pero a quien
respetas no por temor a que te castigue (admitiendo incluso que puede hacerlo)
sino porque lo amas.
Nunca
pensé que la vida fuera una comedia sin sentido. Por eso fui ajeno al ateísmo y
a las tesis existencialistas que consideran que la vida se acaba con la muerte
física. Cuando se echa una ojeada al espacio sideral nos damos cuenta de que
existe un vasto universo magistralmente ordenado. ¿Producto acaso de la mera
evolución de la materia? Imposible. ¿Cómo puede la materia inerte y muy
elemental en sus orígenes evolucionar por sí sola y crear al final a un ser
caracterizado por la inteligencia y su capacidad autónoma de actuar? Tiene que
haber una inteligencia superior, ordenadora, necesariamente amorosa y
solidaria. Es esa Inteligencia que con tales atributos llamamos Dios. Si el
universo es tan inmenso y complejo, ¿cómo entonces suponer que sólo hay vida en
un pequeño planeta que llamamos Tierra? Los científicos, con los poderosos
telescopios actuales, sólo pueden escudriñar una sola galaxia, la Vía Láctea, a
la que pertenecemos, y en ella se han calculado 200 mil millones de estrellas,
es decir, astros con luz propia (soles), muchos de los cuales son notoriamente
más grandes que el Sol en torno al cual giran ocho planetas y un planetoide o
“planeta enano”, Plutón, llamado así porque es un planeta en formación.
Cada uno de esos soles debe de ser el
centro de sistemas planetarios cuyo funcionamiento es similar al nuestro. Las
estrellas con luz propia se ven, pero los cuerpos que giran alrededor no,
porque se desvanecen a consecuencia de la luz que los rodea y la inmensa
distancia desde la Tierra. No obstante, los científicos han podido identificar
445 sistemas solares y su trabajo les da la posibilidad de descubrir más año
tras año. Estamos entonces, Pedro, en presencia de un vastísimo sistema de vida
que no es resultado de un “bing bang”, una teoría que a mí me parece arbitraria.
Porque ese orden literalmente perfecto en la disposición del universo no puede
ser producto de una explosión y un espontáneo acomodo de la materia.
Pude adquirir un libro llamado “Libro de Urantia” en el que se describe
y explica la configuración del espacio sideral. Urantia sería el nombre cósmico de la Tierra. Es un libro de alto
nivel, coherente, el cual es un cuerpo de documentos escritos en los años cincuenta por entidades celestiales (nada
que ver con ocultismo o doctrinas afines) y entregados a una familia de apellido Sadler en
los EEUU. Allí se explica cómo hay vida en otros sistemas solares, vida
suscitada por un ser que es Espíritu puro, cuya grandeza aún nuestro cerebro no
puede comprender del todo. Es Dios. Ya sé que el ateísmo antepone
interrogantes: ¿cómo es? ¿de dónde vino?, etc. No lo sabemos. Por eso la
pertinencia de la Fe, porque ante la imposibilidad de una explicación
científica, sólo la Fe nos permite aceptar una realidad que no vemos pero que
sentimos y experimentamos a menudo.
La vida es, pues, creación, obra de ese
Espíritu puro de superioridad absoluta. No es, no puede ser, resultado del
desarrollo evolutivo de una materia ab origine inerte. Si además estamos ante
un vasto y complejo universo perfectamente establecido, es ilógico pensar que
la vida, es decir, el universo en acción, se agota con la muerte. Sería una
pérdida de tiempo, un despilfarro contra natura. Y ello es más evidente
tratándose de la vida inteligente. Por tanto, Pedrito, no nacemos simplemente
para crecer, reproducirnos y morir. Nacemos también con un propósito: obrar
conforme a una ética del bien para
obtener el galardón de la vida compartida con Dios. Siempre me pregunté por qué
Dios solicitaba de los seres humanos una vida realizada según su voluntad. La
respuesta me la dio una pastora en una prédica: porque Dios “se alimenta” de
ese modo de vida. ¿Alimenta? Sí, porque eso supone su gozo, su felicidad. No
olvidemos que, no obstante, su grandeza y poder ilimitados, Dios es sensible y
así como ama también sufre. Sufre, se conduele cuando sus hijos optan por
sendas equivocadas. De allí el que nos haya hecho a su imagen y semejanza. Al
obrar conforme a su voluntad podemos formar parte de su Reino. “Ganar el
Cielo”, para decirlo en términos sencillos (frase pertinente porque las cosas
de Dios son sencillas).
No tengo dudas de que éste es el
propósito de la vida. El propósito de Dios. El único que nos trae paz, estado
espiritual que nos conduce a la única felicidad posible en un mundo
contencioso, avaro, lascivo, egolátrico. No es, pues, el éxito terrenal que nos
da satisfacciones pasajeras y que si se torna en felicidad es porque se
sostiene sobre el propósito de Dios.
Un
pariente que vive en EEUU me decía hace algunos días que Stephen Hawking,
científico muy renombrado, proponía conquistar otros planetas para conservar la
vida humana. Esto no pasa, en mi opinión, del desiderátum de un científico orgullosamente
embebido en su saber y ateísmo. En primer lugar, porque la Tierra está diseñada
y equipada para sostener a la cantidad de habitantes que el ser humano sea
capaz de generar. Por otra parte, si se trata de conquistar otros planetas
habría que crear, a propósito de los deshabitados, una atmósfera artificial
terrestre en ellos y eso implica, tal vez, siglos de desarrollo científico. Además, como se ha dicho que los hay mucho más adelantados que el nuestro, hace falta superarlos.
Y eso es imposible. No es un asunto de religiones; más bien de ignorantes que
pueden ser religiosos, por lo general dogmáticos. Si hay tantos sistemas
solares ¿cómo negar la posibilidad de vida inteligente en otros distintos al
nuestro?
Por lo demás, recibir a Cristo como
Señor y Salvador y ser su discípulo o seguidor no es una religión. Porque la
religión es una organización de reglas, normas, formalidades, dogmas que colman
el espíritu humano y puede adorar cualquier cosa. Con Cristo se establece una relación de tú a tú,
personalísima, sin ataduras. El catolicismo, budismo, hinduismo, taoísmo son
religiones. Las llamadas iglesias evangélicas son sólo congregaciones, unidas por un solo factor: el Evangelio de Jesús,
es decir, la vida y enseñanzas de Jesús.
Wow excelente escrito profe!!! muy ciertas cada una de sus palabras...
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