jueves, 10 de agosto de 2017

¿Para qué venimos a este mundo?

Yo siempre tuve sed de Dios, incluso desde muy pequeño. Nací de unos padres que eran católicos convencionales. Cumplí todos los ritos (bautizo, primera comunión, etc.). Al tener uso de razón me preguntaba acerca del porqué de las distintas versiones religiosas, pero algo era absolutamente inherente en mí: sentía que existía un Dios único, amoroso en grado sumo, pero también poderoso. Jamás hubo en mí algo que pudiera llamarse blasfemia: siempre amé a ese Dios que también me amaba, pero al cual debía respetar. Yo tuve –y tengo todavía- una imagen de Dios como padre ideal, que te ama y a quien amas, pero a quien respetas no por temor a que te castigue (admitiendo incluso que puede hacerlo) sino porque lo amas.
Nunca pensé que la vida fuera una comedia sin sentido. Por eso fui ajeno al ateísmo y a las tesis existencialistas que consideran que la vida se acaba con la muerte física. Cuando se echa una ojeada al espacio sideral nos damos cuenta de que existe un vasto universo magistralmente ordenado. ¿Producto acaso de la mera evolución de la materia? Imposible. ¿Cómo puede la materia inerte y muy elemental en sus orígenes evolucionar por sí sola y crear al final a un ser caracterizado por la inteligencia y su capacidad autónoma de actuar? Tiene que haber una inteligencia superior, ordenadora, necesariamente amorosa y solidaria. Es esa Inteligencia que con tales atributos llamamos Dios. Si el universo es tan inmenso y complejo, ¿cómo entonces suponer que sólo hay vida en un pequeño planeta que llamamos Tierra? Los científicos, con los poderosos telescopios actuales, sólo pueden escudriñar una sola galaxia, la Vía Láctea, a la que pertenecemos, y en ella se han calculado 200 mil millones de estrellas, es decir, astros con luz propia (soles), muchos de los cuales son notoriamente más grandes que el Sol en torno al cual giran ocho planetas y un planetoide o “planeta enano”, Plutón, llamado así porque es un planeta en formación.
         Cada uno de esos soles debe de ser el centro de sistemas planetarios cuyo funcionamiento es similar al nuestro. Las estrellas con luz propia se ven, pero los cuerpos que giran alrededor no, porque se desvanecen a consecuencia de la luz que los rodea y la inmensa distancia desde la Tierra. No obstante, los científicos han podido identificar 445 sistemas solares y su trabajo les da la posibilidad de descubrir más año tras año. Estamos entonces, Pedro, en presencia de un vastísimo sistema de vida que no es resultado de un “bing bang”, una teoría que a mí me parece arbitraria. Porque ese orden literalmente perfecto en la disposición del universo no puede ser producto de una explosión y un espontáneo acomodo de la materia.
         Pude adquirir un libro llamado “Libro de Urantia” en el que se describe y explica la configuración del espacio sideral. Urantia sería el nombre cósmico de la Tierra. Es un libro de alto nivel, coherente, el cual es un cuerpo de documentos escritos en los años cincuenta por entidades celestiales (nada que ver con ocultismo o doctrinas afines) y entregados a una familia de apellido Sadler en los EEUU. Allí se explica cómo hay vida en otros sistemas solares, vida suscitada por un ser que es Espíritu puro, cuya grandeza aún nuestro cerebro no puede comprender del todo. Es Dios. Ya sé que el ateísmo antepone interrogantes: ¿cómo es? ¿de dónde vino?, etc. No lo sabemos. Por eso la pertinencia de la Fe, porque ante la imposibilidad de una explicación científica, sólo la Fe nos permite aceptar una realidad que no vemos pero que sentimos y experimentamos a menudo.
         La vida es, pues, creación, obra de ese Espíritu puro de superioridad absoluta. No es, no puede ser, resultado del desarrollo evolutivo de una materia ab origine inerte. Si además estamos ante un vasto y complejo universo perfectamente establecido, es ilógico pensar que la vida, es decir, el universo en acción, se agota con la muerte. Sería una pérdida de tiempo, un despilfarro contra natura. Y ello es más evidente tratándose de la vida inteligente. Por tanto, Pedrito, no nacemos simplemente para crecer, reproducirnos y morir. Nacemos también con un propósito: obrar conforme a una ética del bien para obtener el galardón de la vida compartida con Dios. Siempre me pregunté por qué Dios solicitaba de los seres humanos una vida realizada según su voluntad. La respuesta me la dio una pastora en una prédica: porque Dios “se alimenta” de ese modo de vida. ¿Alimenta? Sí, porque eso supone su gozo, su felicidad. No olvidemos que, no obstante, su grandeza y poder ilimitados, Dios es sensible y así como ama también sufre. Sufre, se conduele cuando sus hijos optan por sendas equivocadas. De allí el que nos haya hecho a su imagen y semejanza. Al obrar conforme a su voluntad podemos formar parte de su Reino. “Ganar el Cielo”, para decirlo en términos sencillos (frase pertinente porque las cosas de Dios son sencillas).
         No tengo dudas de que éste es el propósito de la vida. El propósito de Dios. El único que nos trae paz, estado espiritual que nos conduce a la única felicidad posible en un mundo contencioso, avaro, lascivo, egolátrico. No es, pues, el éxito terrenal que nos da satisfacciones pasajeras y que si se torna en felicidad es porque se sostiene sobre el propósito de Dios.
Un pariente que vive en EEUU me decía hace algunos días que Stephen Hawking, científico muy renombrado, proponía conquistar otros planetas para conservar la vida humana. Esto no pasa, en mi opinión, del desiderátum de un científico orgullosamente embebido en su saber y ateísmo. En primer lugar, porque la Tierra está diseñada y equipada para sostener a la cantidad de habitantes que el ser humano sea capaz de generar. Por otra parte, si se trata de conquistar otros planetas habría que crear, a propósito de los deshabitados, una atmósfera artificial terrestre en ellos y eso implica, tal vez, siglos de desarrollo científico. Además, como se ha dicho que los hay mucho más adelantados que el nuestro, hace falta superarlos. Y eso es imposible. No es un asunto de religiones; más bien de ignorantes que pueden ser religiosos, por lo general dogmáticos. Si hay tantos sistemas solares ¿cómo negar la posibilidad de vida inteligente en otros distintos al nuestro?
         Por lo demás, recibir a Cristo como Señor y Salvador y ser su discípulo o seguidor no es una religión. Porque la religión es una organización de reglas, normas, formalidades, dogmas que colman el espíritu humano y puede adorar cualquier cosa. Con Cristo se establece una relación de tú a tú, personalísima, sin ataduras. El catolicismo, budismo, hinduismo, taoísmo son religiones. Las llamadas iglesias evangélicas son sólo congregaciones, unidas por un solo factor: el Evangelio de Jesús, es decir, la vida y enseñanzas de Jesús. 

        
        



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