Cómo llegué al camino
de Jesús
Dios nos habla de diversas maneras. Un amigo, un sueño, los hijos, los niños,
la esposa, las intuiciones emanadas del corazón, una frase en la página de un
libro, el decir del padre o la madre, etc. suelen ser vías suyas para llevarnos
a asumir una decisión, rectificar, planificar u orientarnos. Es verdad que hay
mucha gente incrédula o simplemente atea, pero también lo es que en la
naturaleza humana existe una congénita inclinación a buscar a Dios, suscitada
por la voluntad de su creación. La incredulidad y el ateísmo van de la mano y
sus causas suelen ser la arrogancia intelectual, la ignorancia supina, la real
de los incultos temerarios y, por supuesto, los errores de las instituciones
eclesiásticas. El ateísmo se jacta de su propia equivocación explicando a
Dios a través de razones o argumentos puramente humanos y se solaza tanto en sí
mismo que termina siendo una religión. He leído y escuchado a personas ateas
alardeando de sus creencias con un énfasis y gozo sólo equiparables a los de
cualquier hiperestésico confesional.
Ocurre que Dios está ahí. Es un caballero: nunca vendrá obligando;
espera que lo inviten y cuando esto sucede acude sin tardanza. Otras veces,
cuando uno de sus hijos revela disposición a servirle o un corazón que lo
anhela, aunque ande en caminos equivocados, lo llama. Y cuando llama no hay
vuelta atrás. Comienza con mensajes explícitos, amorosos, en lapsos que pueden
ser considerables. Si esto falla, llama a través de una crisis individual. Y si
aun esto fallare, apela a lo que yo llamaría una coactividad irrefragable, es
decir, a una situación de gran severidad. Así como Einstein dijo que “Dios no
juega a los dados”, puede decirse que con “Dios no se juega”. Si Él llama no
queda más sino obedecerle.
Un llamado fue lo que ocurrió conmigo. Siempre, desde que tuve uso de razón,
experimenté sed de Dios. En mi adolescencia me arrodillaba pidiéndole me dijera
acerca de cómo era Él, cuál de las religiones era la verdadera. No tardó en
responderme. En 1963 fui a España y allí encontré un libro anónimo explicativo
acerca de Dios. Era un libro unitarista: recomendaba la oración sólo a Él, por
lo menos dos horas diarias. Su exhortación central era la de que nos consagráramos
en oración la mayor parte del tiempo. Hice caso por unos días. Después me perdí
en las disquisiciones de la teosofía, los rosacruces, el gnosticismo; alguien
me habló del espiritismo; me interesaron los extraterrestres.
En 1976 conocí a un hombre de mediana edad, en la ciudad de Trujillo, creyente
adventista, que se interesó por mí. Con paciencia me buscaba y me hablaba de
Dios y Jesucristo; fui con él a dos retiros de su iglesia. Venía a mi casa y se
sentaba conmigo para leer la Biblia y descubrir sus tesoros. El leía,
explicaba, me instaba a subrayar lo más importante mientras yo bostezaba. Nunca
lo tomé en serio. Se cansó y no volvió a buscarme más. Desde entonces, hoy
2015, no volví a verlo. Pero dejó en mí la semilla del Evangelio. Hoy lo recuerdo
con gratitud y pido al Espíritu Santo me permita encontrarlo otra vez para
darle un gran abrazo.
Como mis experiencias con Dios no fueron serias -a pesar de mi sed intrínseca
de Él- mi vida adulta transcurrió en el pecado. Fui un aficionado pertinaz a
las mujeres. Diría que esa fue la máxima vulnerabilidad de mi tesitura
espiritual. Confieso que hoy lamento mucho esa tendencia porque la infidelidad
es uno de los pecados más destructivos de la paz matrimonial y la unidad
familiar, muy contaminante del ser individual.
No hay duda de que la finalización de la vida física conduce a otra dimensión
de la vida. Pensar que nacemos para morir, convertido nuestro cuerpo en un
montoncito de cenizas, es un absurdo. La chatura espiritual de los ateos es
ostensible. La complejidad, vastedad y armonía del Universo es un desmentido a
la inexistencia de una vida posterior a la vida física. La Biblia explica este
asunto de manera prolija. Jesús, cuya presencia terrenal nadie niega, reiteró
sobre la existencia del cielo y el infierno.
Pasé mucho tiempo creyendo, buscando a Dios, orando ocasionalmente, pero bajo
una perspectiva dual, ambigua. Un pie en el mundo, otro en el espíritu, como mucha
gente en el mundo lo hace. Llegué incluso a prestar oídos a quienes dicen que
no hay incompatibilidad entre el placer mundano y la espiritualidad.
En mayo de 2012, estando en Mérida, comencé a sentir una desazón espiritual
acompañada de cierto malestar físico. Al cabo de algunos días experimenté la
sensación de que algo se me metía en la cabeza, una suerte de presencia
indefinible pero gravosa. Fue haciéndose habitual. Empecé a sentir angustia y
después conatos de pánico que, con esfuerzo, dominé por completo. El
insomnio me invadió. Busqué ayuda. Hablé con mi hermano neurólogo: me
prescribió un fármaco para dormir, eficaz, pero me negué a tomarlo a diario
para no hacerme adicto. Consulté luego por teléfono con un colega profesor,
sicólogo, que, a su vez, me recomendó un siquiatra residenciado en Valera,
mi ciudad de domicilio. Resultó ser un siquiatra católico, a quien yo también
conocía. Éste me dijo algunas cosas y me asignó un tratamiento que deseché
porque aumentaba mi malestar corporal. Sin embargo, pronto comprendí que lo que
me ocurría no era una enfermedad, perturbación síquica o algo parecido. Era algo
que venía de fuera y me rondaba, turbándome. Mi reacción fue acorde con mi
vocación por los asuntos de Dios: acudí a la iglesia católica. Busqué a un
sacerdote exorcista, muy conocido y estimado. Comprendió cuanto le dije y me
auxilió con dos de sus principales asistentes. Fueron a mi casa. Me
ministraron. Dormí mejor esa noche. Pero en la noche siguiente volvió mi
turbación; regresó el insomnio y cuando, con dificultad, llegaba el sueño,
presencias tortuosas me invadían. Se venían sobre mí, yo luchaba arduamente, y
se iban.
Me propuse asistir todos los días a la iglesia católica –al templo- y orar.
Incluso me volví devoto de la Virgen; compré un devocionario y antes de
acostarme rezaba el rosario. Pero era inútil: en las noches aquellas entidades
volvían. Busqué agua bendita; rociaba mi dormitorio, mi casa. Iba todas las
tardes a la iglesia. Pero al regresar mi preocupación crecía cuando se
aproximaba la noche. El insomnio me tomaba por muchas horas y al venir el sueño
a duras penas, aquellas entidades invisibles se manifestaban sobre mí.
A principios del mes de julio comenté a mi hermana política Olga Terán lo que
me estaba ocurriendo. Olga es cristiana y me llevó a hablar con su pastor,
Daniel Di Sipio. A él conté lo que me sucedía, y también sobre mi vida
familiar. Me dio valiosos consejos y al final anoté su teléfono celular en un
papelito que metí en mi cartera. Pronto me olvidé de él. Una noche tuve una
experiencia tan atroz como inolvidable: al conciliar el sueño por el cansancio,
la puerta de mi cuarto se abrió y entró un hombre moreno de baja estatura, cara
repugnante y llena de acné, pómulos pronunciados, que se abalanzó sobre mí;
luché con él mientras invocaba a Dios desde una debilidad creciente ocasionada
por la embestida. Se fue, pero apenas dormí hasta el amanecer.
Mi visita a la iglesia católica se convirtió en un hábito: rezaba el rosario,
me persignaba, me postraba ante el altar; conversaba con el sacerdote, sus
ayudantes, y un diácono (amigo de mi infancia) pero nada ocurría a mi favor:
todas las noches regresaban aquellas creaturas horrorosas. ¿Qué eran?
¡Demonios, sin la menor duda!
En la madrugada del 7 de agosto de 2012 fue el clímax: desde que me acosté las
creaturas reanudaron su asedio. Al filo de aquellas horas se hicieron
tremendamente agresivas: se colocaban sobre mí y gruñían con saña; entreví unas
figuras amorfas, neblinosas. Me levanté sumamente asustado; me vestí con prisa,
sin bañarme (en contra de una costumbre de muchos años), y me fui en mi carro a
ver al sacerdote exorcista. Eran las 7 de la mañana. Al terminar la misa entré
al vestuario del mismo, colmado de angustia, y le pedí que me exorcizara porque
los demonios me habían aterrorizado en la madrugada. La respuesta del sacerdote
fue tibia: “no te preocupes, ven mañana y yo lo hago”. “No, Padre, ahora;
lo que me está pasando es muy grave”, le dije. “No –insistió con énfasis-
ven mañana y te hago el exorcismo”. Me di cuenta de que no cedería y decidí
regresar a mi casa. Al llegar entré a mi cuarto y me senté en un sillón
heredado de mi madre y tiré mi cabeza hacia atrás, en el extremo de la
preocupación. Cuando comencé a cavilar, sintiéndome derrotado, entró a mi mente
de una manera espontánea la imagen del pastor Daniel Di Sipio. No fue un
recuerdo; fue algo sobrenatural: entró a mi mente como una revelación. Era su
imagen, desde el busto, como una fotografía viva. Entonces, maquinalmente, metí
mi mano en el bolsillo trasero de mi pantalón y saqué mi cartera: allí
estaba el papelito con su número de celular. Lo llamé y enseguida cayó la
llamada. “Pastor –le dije- algo serio me está pasando y estoy muy angustiado”.
“Véngase –me contestó con amabilidad- aquí estamos reunidos y vamos a estar
hasta la 1 de la tarde”. Me paré rápidamente, esperanzado, y le pedí a mi
esposa que me llevara y condujera porque yo me sentía sin fuerzas para
manejar. Llegamos al sitio de reunión: la parte alta de una casa
espaciosa de dos pisos. Allí había unas doce personas, mujeres en su mayoría,
algunas conocidas mías. Nos recibieron con alegría, con abrazos. Nos rodearon y
el pastor junto con su esposa, la pastora Grecia, me pidieron que les relatara
lo que me ocurría. Así lo hice, y además traté de hacer un resumen de mi vida
mundana. Comenzaron a orar por mí, en medio de una hermosa música de alabanza
que por primera vez escuchaba, y la pastora puso su mano sobre mi pecho. Caí al
suelo y al cabo de unos minutos me levanté. Por segunda vez la hermana Grecia
puso su mano sobre mí y volví a caer, esta vez por largo rato. Tirado en el
piso sentía que algo se removía dentro de mí y comencé a percibir alivio. Me
pusieron un paño sobre las piernas y, al levantarme, Daniel me invitó a tomar
una sopa pues en esos días estaban haciendo un ayuno congregacional por 21 días
hasta la 1 de la tarde y al final comían frugalmente. Mientras comía la pastora
Grecia me dijo: “Se le ve otra cara; cuando llegó estaba pálido y parecía muy
preocupado”. Era cierto: estaba aterrorizado. Sentía miedo por las noches porque
pensaba que los demonios volverían. La hermana Grecia me ministró una y otra
vez en una suerte de tratamiento espiritual que asumió con mucho afecto y
dedicación. Comencé a tranquilizarme gradualmente durante el resto de los días
del ayuno congregacional. Satanás, por supuesto, no suelta fácilmente y
en algunas ocasiones volvió a molestarme, pero ya sabía que podía ponerlo a
raya con mis oraciones. Me entregué a Dios con pasión. Oraba, ayunaba, e iba
incluso a las reuniones de las “mujeres de unción”, un programa dirigido
por la pastora Grecia, en las que observé la poderosa devoción con que las
mujeres se entregan al Señor. Me di cuenta con meridiana certeza de que el
Señor me quería en la iglesia cristiana y mi alma me indicaba que ésa era la
verdadera, la fundada por Cristo Jesús.
En agosto de ese año, 2012, asistí a un retiro en una comunidad rural de
Trujillo. Allí tuve dos experiencias sobrenaturales: sentí el calor del
Espíritu Santo en mi cabeza, desde el cuello, con lo cual recibí la sanación de
mi insomnio; y percibí el olor del Trono de Dios: un perfume de incienso
purísimo, incomparablemente grato, percibido también por unos niños parados
cerca de mí. En noviembre fui bautizado en el río Pocó de Trujillo, después de
una decisión personal para la cual me puse en ayuno parcial durante siete días
en cuyas noches fui envuelto, en sueños, por la luz maravillosa del Espíritu
Santo y me vi practicando algunas de las señales dichas por Jesús que seguirían
a quienes en Él creyeran (Marcos 16: 17-18).
Cuando hoy escribo este testimonio, transcurridos dos años y ocho meses de
aquella experiencia dramática que me asoló desde mayo hasta el 7 de agosto del
año 2012, día en que fui recibido en la iglesia Monte Sion dirigida por los
esposos Daniel y Grecia Di Sipio, mi vida ha cambiado por completo. Morí para
el mundo y nací para Cristo. En la medida en que me fui involucrando con la
Deidad Trina, los demonios fueron aminorando sus ataques. Nadie debe subestimar
al enemigo de Dios y los seres humanos. Cuando recibimos a Cristo él continúa
sus agresiones con el fin de disuadirnos. Pero si perseveramos en la búsqueda
de Dios nuestro espíritu se fortalece a un grado tal en que termina huyendo. Y
si nos consagramos a Cristo Jesús, orando, velando y ayunando habitualmente,
Satanás nos temerá y no osará acercarse. Puedo decir, en suma gratitud al
Señor, que Satanás ya no me molesta en mis sueños y que he alcanzado un estado
espiritual consecuente con la obediencia a Dios. Pero no nos engañemos: en el
diario vivir ese enemigo tratará de tentarnos, aguzando nuestras debilidades,
aunque en principio las hayamos dominado. Lo venceremos si con voluntad firme
rechazamos la tentación.
Llegué, pues, a los pies de nuestro Señor Jesucristo a consecuencia de una experiencia
conmovedora. Hoy me doy cuenta con absoluta claridad de que fue el medio
que Dios permitió para que yo me volviera a Él. El único medio al que yo
podía responder. Dios me llamó varias veces, de manera pacífica, amorosa, pero
no le hice caso. Dios estaba interesado en mí - ¡qué magnífico privilegio! -
pero yo permanecía enceguecido por las distracciones del mundo. El placer de la
carne, tal vez el predilecto del diablo. La misericordia de Dios se derramó
sobre mí cuando yo estaba a punto de la condenación. Y lo hizo permitiendo que
los demonios me asediaran. Solo así hice caso y medroso vine al Cuerpo de
Cristo. ¡Cómo no he de agradecerle? ¡Cómo no he de postrarme ante Él, día y
noche, para honrarlo y adorarlo, si -sacándome de la mundanalidad, “con vara”-
me regaló la salvación? ¡Gracias Padre Eterno, gracias Jesús amado mío,
gracias Espíritu Santo! El gozo de estar Contigo es absolutamente incomparable
con cualquier deleite suministrado por el mundo.
(Jorge
David Linares Angulo)