El 7 de agosto de 2012 el Señor me llamó a su Cuerpo. Fue
un llamado muy claro, resultado de un remover espiritual profundo. Ese llamado
me dio una enseñanza inolvidable: cuando el Señor llama hay que obedecerle
porque Él no revocará ese llamado. Si la desobediencia persiste, las
consecuencias pueden ser muy duras. Desde que Él me llamó mi vida cambió. Dejé
para siempre el mundo secular y entré al Reino de Dios.
Fui formado como católico
y cumplí todas las ceremonias que esa formación demanda: bautizo (con poco
tiempo de nacido), primera comunión, confirmación, matrimonio, misas. Pero
nunca me sentí en verdadera comunión con el Señor y mi vida fue placentera,
mundana. Había, sin embargo, en mí mucha necesidad de Dios. Me solía arrodillar
y pedirle que me dijera o demostrara toda la verdad (aún no era familiar para
mí la palabra “revelación”). En 1963 en España encontré un libro unitarista que
me enseñó algo precioso: la oración. Insistía mucho en la oración al Dios
Único. Supe tiempo después que el unitarismo no es una doctrina correcta, pero
ese libro (llamado por su anónimo autor Libro
de la Vida) grabó para siempre en mí el valor de la oración. Lamentablemente
no oré con la insistencia debida y la vida mundana volvió a apoderarse de mí.
A
mediados de junio de 2012, en plena madurez de mi vida biológica, viví una
crisis espiritual conmovedora. Acudí a mi religión tradicional. Pero no hallé
respuesta. Un par de meses antes había conocido a un pastor cristiano. A él
acudí cuando la crisis que vivía tomó escalas muy altas. Me recibió en su
iglesia. Él, su esposa y algunos hermanos que allí estaban, oraron por mí.
Desde ese momento mi crisis comenzó a amainar; mi asistencia a esa iglesia se
hizo cotidiana. Encontré paz y supe que el Señor Jesucristo me había recibido
en su Cuerpo, es decir, en su iglesia.
Recientemente hubo entre los hermanos, con quienes suelo
reunirme para orar, una digresión en torno al concepto iglesias. La iglesia de
Cristo es una, alegaba un hermano; luego no debería hablarse de iglesias. Pero pronto
entendimos que hay denominaciones, en su mayoría legítimas. Cada denominación,
en sentido amplio, es una iglesia, una clase de congregación con algunas
características propias. Pero todas están bajo un denominador común: la Biblia.
Solo aquellas que introducen nociones contrarias a la Biblia dejan de ser iglesias
para convertirse en sectas. Tal es el caso de los hermanos Testigos de Jehová y
de los hermanos mormones. Los primeros niegan la divinidad de Jesús; los
segundos han establecido el Libro del
Mormón, paralelo a la Biblia
Para vivir alineados a la voluntad de Dios hay dos
recursos esenciales: la oración y la lectura de la Biblia. La Biblia es la
Palabra de Dios y por ello debemos aceptarla tal cual fue redactada por
inspiración del Espíritu Santo. Mateo 24-35 lo dice con claridad: “El cielo y la tierra
pasarán, pero mis palabras no pasarán”.
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