jueves, 17 de noviembre de 2022

 

Cómo llegué al camino de Jesús

         

          Dios nos habla de diversas maneras. Un amigo, un sueño, los hijos, los niños, la esposa, las intuiciones emanadas del corazón, una frase en la página de un libro, el decir del padre o la madre, etc. suelen ser vías suyas para llevarnos a asumir una decisión, rectificar, planificar u orientarnos. Es verdad que hay mucha gente incrédula o simplemente atea, pero también lo es que en la naturaleza humana existe una congénita inclinación a buscar a Dios, suscitada por la voluntad de su creación. La incredulidad y el ateísmo van de la mano y sus causas suelen ser la arrogancia intelectual, la ignorancia supina, la real de los incultos temerarios y, por supuesto, los errores de las instituciones eclesiásticas.  El ateísmo se jacta de su propia equivocación explicando a Dios a través de razones o argumentos puramente humanos y se solaza tanto en sí mismo que termina siendo una religión. He leído y escuchado a personas ateas alardeando de sus creencias con un énfasis y gozo sólo equiparables a los de cualquier hiperestésico confesional.

          Ocurre que Dios está ahí. Es un caballero: nunca vendrá obligando; espera que lo inviten y cuando esto sucede acude sin tardanza. Otras veces, cuando uno de sus hijos revela disposición a servirle o un corazón que lo anhela, aunque ande en caminos equivocados, lo llama. Y cuando llama no hay vuelta atrás. Comienza con mensajes explícitos, amorosos, en lapsos que pueden ser considerables. Si esto falla, llama a través de una crisis individual. Y si aun esto fallare, apela a lo que yo llamaría una coactividad irrefragable, es decir, a una situación de gran severidad. Así como Einstein dijo que “Dios no juega a los dados”, puede decirse que con “Dios no se juega”. Si Él llama no queda más sino obedecerle.

          Un llamado fue lo que ocurrió conmigo. Siempre, desde que tuve uso de razón, experimenté sed de Dios. En mi adolescencia me arrodillaba pidiéndole me dijera acerca de cómo era Él, cuál de las religiones era la verdadera. No tardó en responderme. En 1963 fui a España y allí encontré un libro anónimo explicativo acerca de Dios. Era un libro unitarista: recomendaba la oración sólo a Él, por lo menos dos horas diarias. Su exhortación central era la de que nos consagráramos en oración la mayor parte del tiempo. Hice caso por unos días. Después me perdí en las disquisiciones de la teosofía, los rosacruces, el gnosticismo; alguien me habló del espiritismo; me interesaron los extraterrestres.

          En 1976 conocí a un hombre de mediana edad, en la ciudad de Trujillo, creyente adventista, que se interesó por mí. Con paciencia me buscaba y me hablaba de Dios y Jesucristo; fui con él a dos retiros de su iglesia. Venía a mi casa y se sentaba conmigo para leer la Biblia y descubrir sus tesoros. El leía, explicaba, me instaba a subrayar lo más importante mientras yo bostezaba. Nunca lo tomé en serio. Se cansó y no volvió a buscarme más. Desde entonces, hoy 2015, no volví a verlo. Pero dejó en mí la semilla del Evangelio. Hoy lo recuerdo con gratitud y pido al Espíritu Santo me permita encontrarlo otra vez para darle un gran abrazo.

          Como mis experiencias con Dios no fueron serias -a pesar de mi sed intrínseca de Él- mi vida adulta transcurrió en el pecado. Fui un aficionado pertinaz a las mujeres. Diría que esa fue la máxima vulnerabilidad de mi tesitura espiritual. Confieso que hoy lamento mucho esa tendencia porque la infidelidad es uno de los pecados más destructivos de la paz matrimonial y la unidad familiar, muy contaminante del ser individual.

No hay duda de que la finalización de la vida física conduce a otra dimensión de la vida. Pensar que nacemos para morir, convertido nuestro cuerpo en un montoncito de cenizas, es un absurdo. La chatura espiritual de los ateos es ostensible. La complejidad, vastedad y armonía del Universo es un desmentido a la inexistencia de una vida posterior a la vida física. La Biblia explica este asunto de manera prolija. Jesús, cuya presencia terrenal nadie niega, reiteró sobre la existencia del cielo y el infierno.

             Pasé mucho tiempo creyendo, buscando a Dios, orando ocasionalmente, pero bajo una perspectiva dual, ambigua. Un pie en el mundo, otro en el espíritu, como mucha gente en el mundo lo hace. Llegué incluso a prestar oídos a quienes dicen que no hay incompatibilidad entre el placer mundano y la espiritualidad.

          En mayo de 2012, estando en Mérida, comencé a sentir una desazón espiritual acompañada de cierto malestar físico. Al cabo de algunos días experimenté la sensación de que algo se me metía en la cabeza, una suerte de presencia indefinible pero gravosa. Fue haciéndose habitual. Empecé a sentir angustia y después conatos de pánico que, con esfuerzo, dominé por completo.  El insomnio me invadió. Busqué ayuda. Hablé con mi hermano neurólogo: me prescribió un fármaco para dormir, eficaz, pero me negué a tomarlo a diario para no hacerme adicto. Consulté luego por teléfono con un colega profesor, sicólogo, que, a su vez, me recomendó un siquiatra residenciado en Valera, mi ciudad de domicilio. Resultó ser un siquiatra católico, a quien yo también conocía. Éste me dijo algunas cosas y me asignó un tratamiento que deseché porque aumentaba mi malestar corporal. Sin embargo, pronto comprendí que lo que me ocurría no era una enfermedad, perturbación síquica o algo parecido. Era algo que venía de fuera y me rondaba, turbándome. Mi reacción fue acorde con mi vocación por los asuntos de Dios: acudí a la iglesia católica. Busqué a un sacerdote exorcista, muy conocido y estimado. Comprendió cuanto le dije y me auxilió con dos de sus principales asistentes. Fueron a mi casa. Me ministraron. Dormí mejor esa noche. Pero en la noche siguiente volvió mi turbación; regresó el insomnio y cuando, con dificultad, llegaba el sueño, presencias tortuosas me invadían. Se venían sobre mí, yo luchaba arduamente, y se iban.

          Me propuse asistir todos los días a la iglesia católica –al templo- y orar. Incluso me volví devoto de la Virgen; compré un devocionario y antes de acostarme rezaba el rosario. Pero era inútil: en las noches aquellas entidades volvían. Busqué agua bendita; rociaba mi dormitorio, mi casa. Iba todas las tardes a la iglesia. Pero al regresar mi preocupación crecía cuando se aproximaba la noche. El insomnio me tomaba por muchas horas y al venir el sueño a duras penas, aquellas entidades invisibles se manifestaban sobre mí.

          A principios del mes de julio comenté a mi hermana política Olga Terán lo que me estaba ocurriendo. Olga es cristiana y me llevó a hablar con su pastor, Daniel Di Sipio. A él conté lo que me sucedía, y también sobre mi vida familiar. Me dio valiosos consejos y al final anoté su teléfono celular en un papelito que metí en mi cartera. Pronto me olvidé de él. Una noche tuve una experiencia tan atroz como inolvidable: al conciliar el sueño por el cansancio, la puerta de mi cuarto se abrió y entró un hombre moreno de baja estatura, cara repugnante y llena de acné, pómulos pronunciados, que se abalanzó sobre mí; luché con él mientras invocaba a Dios desde una debilidad creciente ocasionada por la embestida. Se fue, pero apenas dormí hasta el amanecer.

          Mi visita a la iglesia católica se convirtió en un hábito: rezaba el rosario, me persignaba, me postraba ante el altar; conversaba con el sacerdote, sus ayudantes, y un diácono (amigo de mi infancia) pero nada ocurría a mi favor: todas las noches regresaban aquellas creaturas horrorosas. ¿Qué eran? ¡Demonios, sin la menor duda!

          En la madrugada del 7 de agosto de 2012 fue el clímax: desde que me acosté las creaturas reanudaron su asedio. Al filo de aquellas horas se hicieron tremendamente agresivas: se colocaban sobre mí y gruñían con saña; entreví unas figuras amorfas, neblinosas. Me levanté sumamente asustado; me vestí con prisa, sin bañarme (en contra de una costumbre de muchos años), y me fui en mi carro a ver al sacerdote exorcista. Eran las 7 de la mañana. Al terminar la misa entré al vestuario del mismo, colmado de angustia, y le pedí que me exorcizara porque los demonios me habían aterrorizado en la madrugada. La respuesta del sacerdote fue tibia: “no te preocupes, ven mañana y yo lo hago”.  “No, Padre, ahora; lo que me está pasando es muy grave”, le dije.  “No –insistió con énfasis- ven mañana y te hago el exorcismo”. Me di cuenta de que no cedería y decidí regresar a mi casa. Al llegar entré a mi cuarto y me senté en un sillón heredado de mi madre y tiré mi cabeza hacia atrás, en el extremo de la preocupación. Cuando comencé a cavilar, sintiéndome derrotado, entró a mi mente de una manera espontánea la imagen del pastor Daniel Di Sipio. No fue un recuerdo; fue algo sobrenatural: entró a mi mente como una revelación. Era su imagen, desde el busto, como una fotografía viva. Entonces, maquinalmente, metí mi mano en el bolsillo trasero de mi pantalón y saqué mi cartera: allí estaba el papelito con su número de celular. Lo llamé y enseguida cayó la llamada. “Pastor –le dije- algo serio me está pasando y estoy muy angustiado”. “Véngase –me contestó con amabilidad- aquí estamos reunidos y vamos a estar hasta la 1 de la tarde”. Me paré rápidamente, esperanzado, y le pedí a mi esposa que me llevara y condujera porque yo me sentía sin fuerzas para manejar.  Llegamos al sitio de reunión: la parte alta de una casa espaciosa de dos pisos. Allí había unas doce personas, mujeres en su mayoría, algunas conocidas mías. Nos recibieron con alegría, con abrazos. Nos rodearon y el pastor junto con su esposa, la pastora Grecia, me pidieron que les relatara lo que me ocurría. Así lo hice, y además traté de hacer un resumen de mi vida mundana. Comenzaron a orar por mí, en medio de una hermosa música de alabanza que por primera vez escuchaba, y la pastora puso su mano sobre mi pecho. Caí al suelo y al cabo de unos minutos me levanté. Por segunda vez la hermana Grecia puso su mano sobre mí y volví a caer, esta vez por largo rato. Tirado en el piso sentía que algo se removía dentro de mí y comencé a percibir alivio. Me pusieron un paño sobre las piernas y, al levantarme, Daniel me invitó a tomar una sopa pues en esos días estaban haciendo un ayuno congregacional por 21 días hasta la 1 de la tarde y al final comían frugalmente. Mientras comía la pastora Grecia me dijo: “Se le ve otra cara; cuando llegó estaba pálido y parecía muy preocupado”. Era cierto: estaba aterrorizado. Sentía miedo por las noches porque pensaba que los demonios volverían. La hermana Grecia me ministró una y otra vez en una suerte de tratamiento espiritual que asumió con mucho afecto y dedicación. Comencé a tranquilizarme gradualmente durante el resto de los días del ayuno congregacional.   Satanás, por supuesto, no suelta fácilmente y en algunas ocasiones volvió a molestarme, pero ya sabía que podía ponerlo a raya con mis oraciones. Me entregué a Dios con pasión. Oraba, ayunaba, e iba incluso a las reuniones de las “mujeres de unción”, un programa dirigido por la pastora Grecia, en las que observé la poderosa devoción con que las mujeres se entregan al Señor. Me di cuenta con meridiana certeza de que el Señor me quería en la iglesia cristiana y mi alma me indicaba que ésa era la verdadera, la fundada por Cristo Jesús.

          En agosto de ese año, 2012, asistí a un retiro en una comunidad rural de Trujillo. Allí tuve dos experiencias sobrenaturales: sentí el calor del Espíritu Santo en mi cabeza, desde el cuello, con lo cual recibí la sanación de mi insomnio; y percibí el olor del Trono de Dios: un perfume de incienso purísimo, incomparablemente grato, percibido también por unos niños parados cerca de mí. En noviembre fui bautizado en el río Pocó de Trujillo, después de una decisión personal para la cual me puse en ayuno parcial durante siete días en cuyas noches fui envuelto, en sueños, por la luz maravillosa del Espíritu Santo y me vi practicando algunas de las señales dichas por Jesús que seguirían a quienes en Él creyeran (Marcos 16: 17-18).

          Cuando hoy escribo este testimonio, transcurridos dos años y ocho meses de aquella experiencia dramática que me asoló desde mayo hasta el 7 de agosto del año 2012, día en que fui recibido en la iglesia Monte Sion dirigida por los esposos Daniel y Grecia Di Sipio, mi vida ha cambiado por completo. Morí para el mundo y nací para Cristo. En la medida en que me fui involucrando con la Deidad Trina, los demonios fueron aminorando sus ataques. Nadie debe subestimar al enemigo de Dios y los seres humanos. Cuando recibimos a Cristo él continúa sus agresiones con el fin de disuadirnos. Pero si perseveramos en la búsqueda de Dios nuestro espíritu se fortalece a un grado tal en que termina huyendo. Y si nos consagramos a Cristo Jesús, orando, velando y ayunando habitualmente, Satanás nos temerá y no osará acercarse. Puedo decir, en suma gratitud al Señor, que Satanás ya no me molesta en mis sueños y que he alcanzado un estado espiritual consecuente con la obediencia a Dios. Pero no nos engañemos: en el diario vivir ese enemigo tratará de tentarnos, aguzando nuestras debilidades, aunque en principio las hayamos dominado. Lo venceremos si con voluntad firme rechazamos la tentación.

          Llegué, pues, a los pies de nuestro Señor Jesucristo a consecuencia de una experiencia conmovedora. Hoy me doy cuenta con absoluta claridad de que fue el medio que Dios permitió para que yo me volviera a Él. El único medio al que yo podía responder. Dios me llamó varias veces, de manera pacífica, amorosa, pero no le hice caso. Dios estaba interesado en mí - ¡qué magnífico privilegio! - pero yo permanecía enceguecido por las distracciones del mundo. El placer de la carne, tal vez el predilecto del diablo. La misericordia de Dios se derramó sobre mí cuando yo estaba a punto de la condenación. Y lo hizo permitiendo que los demonios me asediaran. Solo así hice caso y medroso vine al Cuerpo de Cristo. ¡Cómo no he de agradecerle? ¡Cómo no he de postrarme ante Él, día y noche, para honrarlo y adorarlo, si -sacándome de la mundanalidad, “con vara”-  me regaló la salvación? ¡Gracias Padre Eterno, gracias Jesús amado mío, gracias Espíritu Santo!  El gozo de estar Contigo es absolutamente incomparable con cualquier deleite suministrado por el mundo.

 

(Jorge David Linares Angulo)

         

           

 

 

 

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